Ébano y marfil
Mudbound: El color de la guerra (Mudbound, 2017) cuenta la historia de dos familias - una blanca, otra negra - forzadas a compartir una granja en Mississippi a lo largo de los ‘40s. Llamarla “granja” es generoso: como el título señala, el terreno es un enorme e infértil lodazal. En el ojo del huracán se erige una amistad entre dos jóvenes (uno blanco, otro negro) veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos curtidos por la guerra, ambos decepcionados por su regreso.
La historia, obviamente basada en una novela, contiene todos los elementos del género de la saga familiar: un entorno bucólico, una guerra de trasfondo, un inútil afán de afluencia, mujeres sumisas y aburridas, alguna enfermedad arcaica, varias cartas, dos embarazos y al menos una muerte. El melodrama requiere también una serie de malentendidos fatales: la gente ve cosas en el peor momento, interpreta cosas que no debería, toma decisiones que no tienen sentido.
La primera mitad de la película establece el compás de cada personaje (la narración en off alterna entre seis perspectivas, todos hablando con el mismo tono lastimoso) y deja en claro la constitución de cada uno, aunque la explicación de por qué Henry (Jason Clarke) y Laura (Carey Mulligan) dejarían detrás una cómoda y próspera existencia en la ciudad por una granja de mala muerte es en el mejor de los casos patética. Terminan viviendo con el irascible padre de Henry (un detestable Jonathan Banks) y compartiendo terreno con los afroamericanos Jackson, que en la intimidad de la sobremesa sueñan con un futuro inmaculado para sus hijos.
La segunda mitad coteja el retorno de los soldados, el hermano de Henry, Jamie (Garret Hedlund) y el hijo pródigo de los Jackson, Ronsel (Jason Mitchell). La amistad entre los dos veteranos se reitera una y otra vez a lo largo de charlas en las que no aprendemos nada nuevo - se discuten las mismas cosas, se muestran los mismos flashbacks - y no hacen más que prolongar la inevitable tragedia de una relación prohibida. La amistad es enternecedora porque claramente nace de las heridas internas de los personajes, aunque Ronsel demuestra su ingenuidad al recordar afectivamente la gentileza de los belgas, omitiendo el hecho de que Leopoldo II se cobró más muertes en el Congo que Hitler durante todo el Holocausto. Cuestión de tiempos.
La mejor parte de Mudbound: El color de la guerra son sus personajes, todos definidos creíblemente por el entorno y la circunstancia que les ha tocado vivir. Pero la película nunca se vuelve más interesante que su comienzo, en el que los hermanos cavan una tumba bajo la lluvia y sugieren una serie de inquietudes que se irán contestando de manera más o menos satisfactoria a lo largo de la cinta.
La película, dirigida por Dee Rees, ha cosechado todo tipo de halagos y nominaciones desde su ovacionado estreno en Sundance el año pasado. Mary J. Blige en particular, quien interpreta a la matriarca Jackson, a pesar de que no hace nada que ninguna actriz ya haya hecho en un papel auxiliar, y la canción “Mighty River”, que tiene el pésimo gusto de sonorizar un linchamiento. Quizás la atmosférica cinematografía de Rachel Morrison merece la nominación, pero no en el año donde se ha ignorado el trabajo de Vittorio Storaro en La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, 2017). Y si algo amerita la nominación a guión adaptado es que probablemente la novela es aún más tediosa.