Mudbound: El color de la guerra

Crítica de Jessica Blady - Malditos Nerds - Vorterix

CON EL BARRO HASTA EL CUELLO

Una candidata al Oscar que no encuentra lugar en las salas locales.
Dee Rees (“Pariah”) tiene una tarea descomunal: es mujer, es negra y, así y todo, logró que esta, su segunda película, recibiera cuatro nominaciones al Oscar, a pesar de ser una producción original de Netflix, no tan bien visto por la Academia. Igual, y a pesar de las buenas críticas, “Mudbound: El Color de la Guerra” (Mudbound, 2017) falló a la hora de las categorías principales, dejando fuera al film y a su directora, pero asegurándole una nominación a Mejor Guión Adaptado (junto a Virgil Williams), y a Mejor Fotografía, consagrando a Rachel Morrison como la primera mujer que en estos 90 años aspira a dicho galardón. Algo es algo.

La adaptación de la novela homónima de Hillary Jordan nos lleva al corazón de Mississippi, a los principios de la Segunda Guerra Mundial, épocas de racionamiento y algunas penurias económicas, y por supuesto, del racismo a flor de piel en esta ciudad de granjeros norteamericana (y tantas otras). El drama de Rees se concentra en varios personajes cuyas vidas van chocando antes y después del conflicto bélico. Diferentes puntos de vista que nos dejan entender sus motivaciones, disyuntivas, razones y, muchas veces, un destino del cual no pueden escapar, aunque quisieran.

Henry McAllan (Jason Clarke) y Laura McAllan (Carey Mulligan) conforman un matrimonio un tanto desapasionado, pero fiel y amoroso cuando se trata de sus hijas. La pareja decide mudarse a una granja en Marietta, un lugar inhóspito y tosco, bastante diferente a los sueños citadinos de la esposa. Las cosas no salen como lo tenían planeado, y pronto se ven habitando una humilde casita junto a Pappy (Jonathan Banks) -el padre de él, todo un racista declarado-, y trabajando una tierra que no da descanso, entre el lodo y las lluvias.

Cerca de ahí viven Hap (Rob Morgan), Florence Jackson (Mary J. Blige) y sus hijos, una familia de afroamericanos que sueña con tener su propia parcela, mientras trabaja sin descanso la de sus empleadores. Pronto llega la guerra y el más grande de sus muchachos, Ronsel (Jason Mitchell), debe partir para unirse al ejército, dejando más trabajo para su padre, y una angustia tremenda para la madre. En Europa conforma las “Panteras Negras”, dedicados a comandar los tanques aliados como primera línea de ataque. A pesar de que la discriminación lo sigue hasta el frente de batalla, Ronsel disfruta de cierta camaradería, igualdad, y de un fogoso romance como una mujer alemana.

Por su parte, Jamie McAllan (Garrett Hedlund), hermano menor de Henry, se une a la fuerza aérea piloteando losB-52 que bombardeaban al enemigo desde las alturas.

Ambos hombres vuelven a casa ilesos, pero cargando sus culpas y traumas. En Marietta las cosas no son diferentes para el condecorado Ronsel, pero las experiencias en el frente ya no le permiten dejarse humillar por los habitantes más ignorantes y racistas. Jaime no la pasa mejor, y aunque se une a su hermano para trabajar en la granja, desperdicia gran parte de su día en el alcohol, rebuscando en sus propias miserias.

El paso por el frente va a terminar de unir a estos dos extraños, tan diferentes entre sí. Ronsel con ganas de buscar un futuro mejor lejos del odio, y Jaime, simplemente intentando encontrar su verdadero lugar. Nada de esto le cae bien a sus respectivas familias, y el resto de los habitantes, que no ven con buenos ojos esta amistad en épocas vengativas, violentas y cobardes, donde el Ku Klux Klan va a dejar su marca.

Esta es una de las tramas de “Mudbound”, que salta de familia en familia, de conflicto en conflicto. A veces desde la perspectiva de Laura, una mujer desdichada que no eligió vivir entre el barro; las penurias de Hap para cumplir con los tiempos de la cosecha; o las de su esposa, que muchas veces debe elegir entre cuidar los hijos de otros, antes que preocuparse por los propios.

Rees pinta el peor escenario social, incluso de forma literal, gracias a las crudas imágenes que consigue Morrison. Una paleta de castaños y sepias que, al final, ya no distingue entre negros y blancos. Todo es barro, y bastante suciedad, pero en la desdicha y el odio también surge la esperanza y la empatía. Una vez más, temas coyunturales que están a la hora del día, aunque se trate de una época un tanto distante.

El racismo y las desigualdades sociales predominan en “Mudbound”, pero también están presentes las secuelas de la guerra y el legado familiar que, muchas veces, se puede cambiar, o al menos intentar escapar de ese destino que parece inevitable.

La Mississippi de la década del cuarenta puede haber cambiado significativamente desde entonces, pero Rees sabe que estos temas son necesarios y deben mantenerse en el candelero, justamente, para no volver a repetir los errores o, en su defecto, aplacar los focos xenofóbicos que siguen explotando en la era Trump.

No hay un solo protagonistas en “Mudbound”, por el contrario, todos conviven dentro de la historia y se relacionan de forma coral, aprovechando sus momentos en pantalla, saltando de su historia particular -contada con su propia voz y desde su propia perspectiva-, a una más general donde confluye con las del resto. Ahí se destacan Blige (nominada como Mejor Actriz de Reparto), Mulligan, Mitchell y Hedlund, uno de esos elencos que funciona como mecanismo de reloj y conmueve desde diferentes aspectos.

“Mudbound” es como “Detroit: Zona de Conflicto” (Detroit, 2017), una de esas películas que hay que ver aunque cueste –lamentablemente, el estreno local se postergó a último momento-, y aunque sus historias nos resulten un tanto ajenas. No, no lo son. Son relatos sobre la naturaleza humana, la cultura y la civilización, de cómo a veces involuciona y, otras tantas, va evolucionando muy lentamente.

LO MEJOR:

- Los saltos y puntos de vista narrativos.

- Un elenco que se complementa a la perfección.

- La importancia coyuntural del relato.

LO PEOR:

- Que la Academia la ignore por ser de la gran N.

- Que acá no tenga fecha de estreno.