La nueva película del director de “Los salvajes” es una exploración deforme y brutal acerca de la violencia psíquica y física de los hombres hacia las mujeres en una zona cercana a la cordillera de los Andes. Crímenes, locura y muerte se combinan en una exploración furiosa y abrumadora de la mente humana.
Desmesurada y genial. Apasionante y desconcertante. Hipnótica y brutal. Así es MUERE, MONSTRUO, MUERE!, la nueva película del director de LOS SALVAJES que tuvo ayer su estreno mundial en Cannes. Es un filme de horror y un drama romántico, una pelicula de monstruos y un policial sobre asesinos en serie, un filme que desafía al espectador a ir tan lejos como va el director con sus ideas. Algo que no suele suceder muy a menudo. En esa desmesura y brutalidad mezclada con un tempo de cine arte y una temática que pasa de lo más sangriento a elucubraciones más cerebrales está la improbable y extraña belleza de esta película, que propone tal vez más cosas que las que un espectador convencional está dispuesto a aceptar pero que debe ser aplaudida por el solo hecho de ir a más en un cine que acostumbra a ir a menos, sobre seguro, sobre lo probado.
Dificil y un tanto mentiroso es resumir la trama del filme. Es una película, en principio, sobre una serie de asesinatos de mujeres que ocurren en Mendoza. Todas ellas aparecen con la cabeza cortada de manera violenta y no queda claro quien pudo haber hecho algo así. El principal sospechoso parece ser un tal David, un hombre esmirriado y perturbado encarnado por Esteban Bigliardi. Pero la brutalidad de los crímenes no da con su contextura ni con su andar perturbao y cansino. Por otro lado está el policía Cruz (cualquier semejanza con el apellido del protagonista de un mítico filme de Leonardo Favio acaso no sea casualidad), quien aparece como uno de los investigadores del caso, pero tal vez esté involucrado en él, algo que aparece posible no sólo porque uno de las muertas es una mujer que tenía relaciones con ambos sino porque da más con el physique du rol del asesino.
Pero esto es sólo el principio, el planteo de un filme que va girando sobre sí mismo y moviéndose hacia lugares impensados con el correr de los minutos. Fadel plantea una atmósfera y una lógica un tanto absurdas propias del cine de David Lynch, dando a entender la idea de un Mal que va pasando de cuerpo en cuerpo, casi una manifestación física de la violencia de género o de la hoy llamada “masculinidad tóxica”. Pero Fadel jamás subraya demasiado estas hipótesis ni va por el lado de la película de denuncia. Al contrario, pretende meter al espectador en un universo de locura, miedos, enfermedades y psicósis varias que los personajes pueden sufrir y que pueden hacerlos, o no, sospechosos de ser el asesino de mujeres en cuestión.
David dice que escucha voces que lo dañan mentalmente y lo llevan a ponerse violento. Reflexiona —por momentos de una manera un tanto académica para un personaje así— sobre las palabras y las imágenes y lo que son capaces de causar en él, una suerte de “radio del Diablo” que podría llevarlo a la violencia. Cruz (Victor Lopez), en tanto, parece más compenetrado en resolver el caso, pero queda claro pronto que también tiene sus asuntos. Francisca (Tania Casciani) era esposa de David y amante suya, y este triángulo —de los tantos triángulos visuales, formales y auditivos que propone el filme— se presenta como un eje central para pensar la película. Tanto el policía como el sospechoso estaban enamorados de la misma mujer. Y ese es un tema que no se abandonará nunca del todo.
Pero cuando uno cree que tiene la película entre sus manos —una suerte de David Lynch tamizado por Favio y por un tono de realismo asustado, al mejor estilo Bruno Dumont—, Fadel gira para otros lados y dispone una nueva serie de acontecimientos y bizarras conexiones. La violencia se volverá más gruesa, lo sugerido pasará a ser gráfico y una suerte de trágico y violento romanticismo se llevará puesta la película, una mezcla de sangre derramada con pasión desatada y canciones de Sergio Denis. Suena confuso, lo sé, pero no se me ocurre otra forma de describirlo.
Esta suerte de “mujeres sin cabeza” literal de Fadel —sería interesante analizar el filme en relación al cine de Lucrecia Martel y la aparición de lo monstruoso en ambos— es también una alucinante experiencia tanto visual como auditiva. La fotografía de Julián Apezteguía y el sonido de Santiago Fumagalli aportan muchísimo a la creación de ese clima ominoso que va de lo real a lo fantástico casi sin hacer diferencias entre una y otra cosa. Es una película sobre la locura, la violencia, la psicosis, la sexualidad y el miedo –todos los miedos– en el medio de los Andes, entre montañas y volcanes que riman, con cabezas cortadas y miradas que espantan, con cuerpos que bailan y ojos que, entre las palabras y las imágenes, nos miran fijo, como esperando respuestas que no tenemos para dar.