El horror como fotografía
Tal como pasaba en Los Salvajes (2012), el director y guionista Alejandro Fadel vuelve a utilizar la piel del género para transmutarlo. Esta vez incluso con mayor conciencia y utilización de recursos. Si en Los Salvajes las apropiaciones eran de algunos aspectos del western, acá el género central al servicio de su relato es el horror. Terror material que parece querer dialogar con La Cosa (The Thing, 1982) de Carpenter o con cierto terror físico cronenbergiano. De todos modos, el diálogo que propone Fadel, tanto en su relato como en el que sale de las bocas de sus personajes, es más críptico en su superficie que el que puede proponer un cineasta clásico como Carpenter; digamos que opera de manera opuesta al cine con el que parece dialogar. La simpleza (y al mismo tiempo la complejidad) del relato clásico, a Fadel no le interesa. Porque no le interesa la narración; lo mismo pasaba en la mencionada Los Salvajes, donde había incluso menos interés por la generación de suspenso que acá. Los muertos de Fadel pueden ser personas o moscas, porque al vaciar las escenas de suspenso, las vacía también de emoción. Los Salvajes y Muere, Monstruo, Muere (2018) son películas frías que usan el manto caliente del género. Tampoco parece haber una narrativa desde lo estético; más bien sus escenas parecen buenas ideas de fotografías, una muestra en movimiento.
Las decisiones de Fadel de utilización del género para la generación de otra cosa no parecen tener que ver con un menosprecio, como lo pueden entender los puristas del terror (que, paradójicamente, se quejan del elitismo del terror arty conformando su propia elite de guardianes conservadores), sino seguramente se relacione con una idea puramente estética del director y las posibilidades que brinda el horror para su vocación de superpoblar su obra con fotos, símbolos o metáforas. Podemos ubicar a Muere, Monstruo, Muere cerca de las mexicanas y también festivaleras Tenemos la Carne (2016) y La Región Salvaje (2016), películas que parecieran utilizar al género como soporte de sus metáforas sobre la coyuntura. De todos modos, aunque acá se toque lateralmente el tema de los femicidios, por suerte nunca se subraya ningún tipo de denuncia. Lo de Fadel va por los climas y la contemplación; el problema es que ante su antinarrativa y los diálogos que parecen recitados, es difícil entrar. El horror de Fadel también se disfraza de melodrama en un triángulo amoroso que el director deja en claro desde los planos simétricos del inicio. Su monstruo analógico -mofletuda vagina dentata que es seguramente lo mejor de la película- aparece en el último acto, y aparece de la misma manera que entra en escena una pandilla de motociclistas nocturnos o el baile de uno de los protagonistas: arbitrariamente; como geniales fotos aisladas que se licúan en lo soporífero de la totalidad.