Donde la cordura diluye sus límites
En el film de Fadel, el terror no es consecuencia de una situación particular sino una condición fundante, casi metafísica.
Un grupo de ovejas yace al pie de la Cordillera de los Andes en medio de un día que podría ser igual a cualquier otro, a no ser porque tienen el hocico ensangrentado y lucen visiblemente alteradas. La cámara circula entre ellas hasta que se detiene a unos metros, donde una mujer degollada mira al infinito y lanza sus últimos suspiros mientras intenta sostener su cabeza. Es un primer plano impactante pero no morboso, visceral antes que truculento. La tentación ante la escena introductoria de Muere, monstruo, muere es pensar que lo que vendrá será una película de terror centrada en algún loco suelto dispuesto a sacudir la quietud de esa pequeña comunidad andina: el cine argentino, se sabe, suele recurrir seguido a aquello de “pueblo chico, infierno grande” para metaforizar todos los males imaginables. Pero no. La segunda película en soledad de Alejandro Fadel luego de Los salvajes irá desplegando un universo plagado de anomalías y misterio. Un universo parco, ominoso e hipnótico donde el terror no es la consecuencia de una situación particular sino una condición fundante, primigenia, casi metafísica.
Estrenada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes del año pasado, y parte de la Competencia Internacional del de Mar del Plata, Muere… continúa con un plano general que remite a un western y funciona al mismo tiempo como anclaje geográfico y presentación de un personaje: imposible imaginar las acciones que vendrán escindidas de ese terreno inhóspito, pedregoso y solitario. Lo mismo ocurría con Los salvajes, que no solo se retroalimentaba de su locación sino que utilizaba los códigos del género como plataforma de despegue para un relato que tomaba caminos inesperados. La diferencia es que si los protagonistas de aquella película se internaban en las montañas cordobesas para un viaje dominado por lo místico y lo religioso, aquí el recorrido está atravesado por la convivencia entre lo fantástico y la locura, la desmesura y el desconcierto, la ambición y la brutalidad.
En ese plano general se ven dos camionetas policiales llegando a una casa para interrogar al marido de la víctima, un anciano barbado y con un ojo blanco que niega conocimiento alguno sobre los hechos. Uno de los policías es Cruz (Víctor López), un tipo torturado por el insomnio y visiblemente incómodo que responde a un comisario (Jorge Prado) que lleva el estereotipo hasta un límite que coquetea con el absurdo, como si fuera el tercer mosquetero de la dupla de policías de la serie P’tit Quinquin, de Bruno Dumont. Cruz, a su vez, tiene como amante a Francisca (Tania Casciani), la mujer de David (Esteban Bigliardi), señalado como culpable del crimen aun cuando por su físico resulte difícil pensar en semejante saña. Cuando Francisca aparezca muerta en condiciones similares a la primera mujer justo después del escape de David, los dedos acusadores volverán a señalarlo. Pero, ¿David es un lunático o se trata de una coartada? Sobre ese abismo donde la cordura esfuma sus límites se mueve Fadel, construyendo así una película con indudables ecos de la obra de David Fincher –¿será casual la coincidencia de nombres?–, quizás el cineasta contemporáneo que más y mejor trabajó alrededor de esa temática.
Aunque David podría llamarse así en honor a Lynch, alguien habituado a abordar el Mal como una entidad ubicua, por fuera de la esfera del control humano, tal como le ocurre a su tocayo andino. Sus largas charlas con la psiquiatra ilustran una mente alterada, con voces que no puede callar aunque sí poner en palabras. Distinto es el caso de las imágenes, cuyo horror, afirma, “no es expresable”. Lo inasible, entonces, como elemento dramático, como motor de un relato que lentamente dejará atrás la sequedad del comienzo para abrazar un arco narrativo que hará explotar esa violencia contenida a través de la aparición de elementos sobrenaturales. Lo monstruoso, finalmente, se materializa en este film a la altura de sus propias ambiciones.