Con Los salvajes (2012), el guionista y director Alejandro Fadel logró lo que a otros tal vez les lleve una ingente cantidad de películas: quitarse de encima todo, desaprenderlo, encontrar el lugar íntimo donde radique la pregunta. ¿Qué es el cine? El comienzo de aquel film conducía por carriles de convención -tan valiosos- las suposiciones del espectador, para luego arrojarlo dentro, en sí mismo, hacia lo profundo de las imágenes, a través de un deshojar tendiente al grado cero. Pocas películas lograron algo así. Entre ellas, la magistral El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold (dirección) y Richard Matheson (guión).
De esta manera, la incógnita sobre qué película después, en dónde encontraría el realizador mendocino la prosecución de semejante búsqueda, era la mejor de las expectativas. Porque tras deshacerse de todo, todo se abre de nuevo. En este sentido, el cine de Fadel tiene un sesgo tarkovskiano que le contacta con lo íntimo, con lo que anida en lo natural y en el paisaje construido por la tierra, la vegetación, el viento y la humedad. Si en Los salvajes la apelación al género narrativo resultaba un mascarón de proa a abandonar, en Muere, monstruo, muere es la nostalgia por los géneros dejados atrás lo que se respira.
El título, de hecho, es la evocación de un cine prototípico, en donde los nombres de realizadores como Roger Corman y Mario Bava delinearon un contexto de tonalidades saturadas, entre amenazas de un espacio profundo y horrores que desdibujan las muecas de Boris Karloff y Vincent Price. El tono rojo chillón de la sangre de los estudios británicos Hammer debe sumarse a este festín. Es ese sentimiento nostálgico -situado de modo fronterizo entre los años '60 y '70- el que se articula con los paisajes que aporta la cordillera de los Andes. Fadel seguro conoce esos lugares desde pequeño. Así como las películas que esta película evoca. La conjunción entre ambas instancias podría ser catalogada, entonces, como un sentir melancólico. Melancolía por lo que se ama, por lo que se perdió o el tiempo se llevó, si bien todavía dentro de uno.
Muere, monstruo, muere apela a la historia de un triángulo amoroso. Entre ellos dos, está Francisca (Tania Casciani), bisagra y vértice. Los tres son también las tres M que dibujan los picos de las montañas. Una imagen que evoca el Twin Peaks de David Lynch. Allí seguramente se esconde algo. Para llegar a ese develamiento, hay que investigar. Por eso, las muertes. Terribles, con reminiscencias de ataques bestiales. Algo primario ronda, mutila y se alimenta. Es un hálito, algo tal vez respirable. Así como el aire enrarecido del que se alimenta la paranoia en la película Los usurpadores de cuerpos.
El culpable parece ser David (Esteban Bigliardi), cuya desconexión con el entorno se revela cada vez mayor. Balbuceos, palabras sueltas, un decir quizás imposible por haber visto o percibido lo que no puede articularse. La distancia con la persona amada, por eso, se acentúa. David será contenido en un psiquiátrico (como Sam Neill en En la boca del miedo, de John Carpenter). Por otro lado, Cruz (Víctor López), el policía amante de Francisca, persigue sus pesquisas: las cabezas cercenadas, un diente horrible, el líquido viscoso y verde.
El cine de Fadel contacta con lo íntimo.
Si en Los salvajes el film se deshacía hasta quedar silente -como el primer cine-, en Muere, monstruo, muere el punto de partida, precisamente, es ése: David no puede hablar, lo intenta pero fracasa. Regurgita sonidos y se retuerce de dolor. Un llamado desesperado para que la vida sea como alguna vez lo supo ser. Un imposible. A la vez, Cruz -nombre que es símbolo letal, como bien lo sabe Drácula toda vez que enfrenta a Van Helsing- persiste en un camino de inmersión. Entre uno y otro se traza una simetría inversa. Cruz va en busca de lo que David ya sabe, y David procura recuperar algo de lo que alguna vez fue. Entre los dos, Francisca, tironeada y también dolida.
Es de esta manera cómo habrá que pensar esa carta que el desenlace ofrece, porque actualiza una presencia ausente. Vale decir, todo lo que hubo de suceder para que esas palabras de un amor hondo, profundo, indecible, encontraran un cauce. Se trata de la declaración de un sentir metafísico, en contacto con una naturaleza hermosa y terrible. Una vez conseguido el amor, también la consciencia de su imposibilidad. Si el amor no dura para siempre, entonces el dogma que lo asimila a Dios no tiene sentido. ¿Qué es Dios? Nombres religiosos no faltan en el film, tampoco biblias ni templos.
Ahora bien, lo que sobresale es el paisaje en su vastedad e inmensidad. Perderse en él puede que sea el mayor de los desafíos. Es en esta espesura -que no guarda ningún cariz "paisajístico"- en donde la película interna a sus personajes. Lo visto es peligrosamente atractivo, combina colores saturados de bengalas con la bruma y el agua que espeja. Es todo tan cierto y abismal como también reminiscente de aquellas hermosas películas dedicadas a Poe y dirigidas por Roger Corman. Habrá que subrayar, por eso, el hacer fotográfico relevante de Julián Apezteguía y Manuel Rebella (El otro hermano, El Ángel), tan atentos con esta reminiscencia epocal como con la sensibilidad diferencial del film.
De modo evidente, Muere, monstruo, muere apela desde su título a la muerte, lo que es decir, a la vida. Un ciclo que es el del propio David. Desprovisto de la palabra, la tiene que reencontrar. Tamaña empresa le significará enfrentar al Goliath que el monstruo sería. ¿Existe tal monstruo? Si es así, ¿dónde?
Tras la aventura -de inmersión, de pérdida y reencuentro- Cruz guardará como recuerdo un dolor incurable, sea por el miembro faltante (huella de una lucha revulsiva) como lo que simula dentro de las sagradas escrituras, donde esconde el diente horrible. Su baile solitario frente al espejo refuerza la réplica, la dualidad, el doppelgänger: "Te irás, me iré; así será", canta la voz de Sergio Denis. La canción es de aquellos años, los mismos de ese cine de angustias que el technicolor sublimaba.