Un grupo de policías encabezados por el detective Cruz (Víctor López) están encargados de dilucidar -no sin cierta torpeza a la hora de seguir las pistas- una serie de violentos crímenes cometidos en determinados lugares inhóspitos de la capital mendocina. La trama de la investigación policial involucra mujeres decapitadas como víctimas en común de una serie de asesinatos, cuya sospecha recae sobre David (Esteban Bigliardi).
He aquí el disparador principal, por lo tanto, la investigación en torno al caso remite al esquema argumental bajo el género del thriller policial pero también psicológico. Bajo esta premisa, Alejandro Fadel, el director de “Los Salvajes” (2012), nos sumerge en una historia que no oculta la influencia estilística de realizadores que han abordado el género del terror anteriormente, con la suficiente habilidad como para fusionar el mainstream y el cine clase B, en un espectro que va desde el cine gore precursor de Mario Bava al suspenso psicológico de David Lynch, pasando por guiños al emérito John Carpenter.
El realizador, como buen artesano, no deja detalle librado al azar: todo elemento dispuesto en la escena responder a un concepto autoral en función al complejo rompecabezas argumental que propone, distante de cualquier tipo de narración convencional sencilla de anticipar. Para tales fines, existe un tratamiento singular de los espacios en donde se desarrolla la acción y en la relación que cada personaje establece con su entorno se percibe el trazo fino de Fadel. Haciendo gala de sus dotes de artista demiurgo, concibe el mal como una masa maleable que contamina a todo ser que transita este alucinante relato. Interpretados por actores mayormente no profesionales, las criaturas que habitan este universo se verán presas del horror.
Promediando el relato, el principal acusado de los crímenes es internado en un hospital psiquiátrico, donde atribuye las muertes a la aparición de un ser monstruoso. En este punto existe un quiebre narrativo que lleva a la película a transitar terrenos de enajenación y la locura rozando con lo sobrenatural (la leyenda urbana, lo mitológico). Allí, la fertilidad narrativa del film se desdobla, y fluye hacia una zona de absoluto riesgo que transforma el verosímil del relato y convierte toda posible certeza en una pista falsa.
Ante lo expuesto, “Muere, monstruo, muere” es una película que se trata de sugestiones y acercamientos más implícitos a la raíz del miedo y sobre cómo se confronta aquello horripilante. Al enfrentar la locura y verbalizar aquello siniestro, el personaje de Esteban se convierte en un primordial instrumento para Fadel, bajo el cual se pueden responder una serie de incógnitas acerca del verdadero origen del mal y su real alcance.
El director se siente absolutamente cómodo en este registro, ante lo cual observaremos continuos movimientos de cámara y un ojo inquieto que busca ser testigo y narrador de esta pesadilla de muerte. El autor encuentra belleza en la extrañeza de los cuerpos mutilados y nos hipnotiza, captando la monstruosidad, lo insano, lo repulsivo y lo espantoso. Sin embargo, no persigue un impacto facilista que se ampare ni encuentre su zona de confort en el artilugio visual.
Además, como crónica de las relaciones que establecen los miembros de esta comunidad sacudida por la serie de crímenes, el film se permite llevar a cabo un estudio pormenorizado al respecto. Las víctimas, decapitadas, asesinadas con saña, son mujeres y, los hombres, están al mando de la investigación. Otro hombre, el acusado, es el centro de todas las sospechas. Allí, el foco de atención también nos lleva la mirada hacia elementos de connotación social. A través de lo cual se puede pensar acerca de una crítica subliminal sobre ciertas formas de poder masculinas y hacer analogía acerca de grado de violencia directamente proporcional a una cuestión eminentemente de género, en resonancia con temas de contingencia actual.
El autor busca sacudir al espectador y llevarlo al epicentro de esta pesadilla dantesca. Por ende, la sensación de extrañeza tiñe toda mirada invadiéndola de una sensación de incomodidad a medida que nos vamos insertando en la vorágine que este viaje al centro del misterio propone. Parte del cual se esconde a la espera de la aparición del siguiente cadáver tras la teoría del detective Cruz acerca de la simetría del paisaje (las letras ‘M’ que dibujan las cimas de las montañas), bajo la cual se desprende el título del film.
La estética que trabaja el largometraje se apoya en el uso de lentes anamórficos que favorecen tomas panorámicas, sumado a una variada gama de colores saturados, un exquisito empleo de las texturas de sonido y un preciso uso de la iluminación que favorecen el rodaje en exteriores y la grandiosidad del paisaje. Las labores en dirección de fotografía de Julián Apezteguía y Manuel Rebella resultan, en este sentido, destacadas, efectivos al brindar preponderancia a un entorno que captura una atmósfera inquietante que reviste al relato en todo momento.
“Muere, monstruo, muere” es una rara avis dentro de nuestro cine nacional, un film de gran factura técnica que sabe jugar con nuestra capacidad de fascinación sobre lo macabro. Extraer belleza del horror y convertir la extrañeza en virtud poética es una tarea cumplida con creces aquí. Elogioso trabajo de su joven realizador, inspeccionando aguas profundas de un terreno de infrecuente tránsito en nuestra industria.