El asesinato de un adinerado coleccionista de cuadros es el disparador de esta historia policial ambientada en la Buenos Aires de los 80 e inspirada, según ha declarado su directora, la debutante Natalia Meta, en Secreto en la montaña, aquel exitoso film de Ang Lee estrenado en 2005 que ponía el foco en la relación amorosa entre dos cowboys de Wyoming. La película intenta reproducir la estética y el espíritu de aquellos años de destape posdictadura a partir de una recreación deliberadamente kitsch -el cantante de synth pop gay, la agente policial que parece escapada de Flashdance- cuyo despliegue evidentemente preocupó más que el rigor histórico. El ambiente de la seccional donde trabaja ese inspector agobiado y expeditivo encarnado por un Demián Bichir (el Fidel Castro de la película sobre el Che Guevara dirigida por el estadounidense Steven Soderbergh) obligado a un esfuerzo sobrehumano para sonar un poco porteño, se parece demasiado al de una comedia costumbrista televisiva, con Hugo Arana en el rol de comisario caricaturizado como mascarón de proa. La línea argumental es débil, decididamente inverosímil en unos cuantos tramos de la película, la historia de amor entre los personajes del actor mexicano y el Chino Darín -un joven policía de moral ambigua- resulta forzada, y el enigma a resolver -¿se trató de un crimen pasional, un ajuste de cuentas o un asesinato por encargo?- se va diluyendo a medida que la película se enreda en extravagancias vacías, como la suelta de caballos en plena Diagonal Sur, una escena que sintetiza con claridad meridiana sus objetivos: el efecto antes que la profundidad. La vocación por revelar que el glamour del pasado hoy luce bizarro condena a la película a sufrir el tironeo entre la intriga y la farsa. Sin un plan de acción muy claro -las insinuaciones de humor y oscuridad se alternan anárquicamente-, Muerte en Buenos Aires revive, más que una época, un cine aplastado sin piedad por el transcurso del tiempo.