Un policial que termina perdiendo la brújula
El despliegue publicitario y la campaña de marketing vuelven al estreno de Muerte en Buenos Aires un evento prácticamente insoslayable para la comunidad cinematográfica atenta a las novedades de la cartelera. El problema es que la ópera prima de Natalia Meta no parece estar a la altura de sus propias circunstancias, convirtiéndose en un film más preocupado por exhibir sus valores de producción y tirar por la cabeza un cúmulo de referencias de los años ’80 (desde peinados altos y los cortes de luz de la postrimería alfonsinista hasta las luces de neón y la música con sintetizadores), que por construir un núcleo narrativo que evada lo tipificado e irregular.
La irregularidad proviene de la tendencia generalizada al desinfle. Es cierto que Muerte en Buenos Aires comienza como otros mil y un policiales, pero la distribución iniciática de las claves detrás del asesinato de un acaudalado bon vivant homosexual de la alta alcurnia porteña genera atracción en el espectador y ganas de saber un poco más. En ese sentido, el film intenta articularse como un whodunit clásico, con una galería de potenciales sospechosos del crimen y pocas certezas, en el que, se sabe, nada es lo que parece. Los encargados de la investigación serán el inspector Chávez (el mexicano Demián Bichir hablando en un curioso porteño, híbrido entre el Pucho de Hijitus y Maravilla Martínez) y la oficial Chávez (una Mónica Antonópulos estéticamente salida de Flashdance), a quienes luego se sumará Gómez (Chino Darín). Las pistas llevan al trío a uno de los principales boliches de la movida gay, donde encontrarán en el performer del lugar y amigo de la víctima (Carlos Casella, también voz principal de la banda sonora) al principal sospechoso.
Pero sobre la mitad del film, luego de la artificiosa escena de la suelta de caballos en plena Diagonal Sur que se ve en el trailer, Muerte en Buenos Aires pierde la brújula, adosándole más y más subtramas y niveles de lectura que sin embargo jamás adquieren la tonalidad justa. Porque como retrato de su tiempo –algo que sí era, salvando las enormes distancias, Los dueños de la noche, de James Gray– es una aproximación deliberadamente kitsch e inverosímil, como comedia es un cúmulo de estereotipos y como historia homoerótica peca de confundir represión e introspección con tibieza.