Superficies de displacer
Muerte en Buenos Aires tiene una fuerte impronta publicitaria. Y no está mal, en el sentido que se introduce en el universo de los 80’s más iconográficos, con una música pop electrónica plena de sintetizadores que induce a ciertas superficies de placer, y en un submundo gay que es -también- pura brillantina. Esa impronta publicitaria se adivina en imágenes como la de los caballos corriendo por Diagonal Sur, esa que vimos hasta el hartazgo en los teasers y trailers, que tiene un impacto visual inmediato. Incluso el primer plano del film, un policía sentado en una cama que al levantarse deja al descubierto un cadáver que hasta ese momento parecía otra cosa, tiene una fuerza no sólo simbólica sino narrativa: nos genera una intriga inmediata por saber qué hace ese sujeto ahí y cómo es que fue asesinado aquel señor. Lástima que Muerte en Buenos Aires, opera prima de Natalia Meta, crea demasiado en el poder de sus imágenes y se olvida de darles una coherencia en el sucedáneo de postales y postales bellamente fotografiadas.
El principal inconveniente de Muerte en Buenos Aires son las palabras. Porque ni bien Demián Bichir hable y quede en evidencia su esforzado tono porteño, ya nada podrá ser tomado demasiado en serio. Los diálogos son increíbles y dan lugar a situaciones ridículas, imposibles de sostener aún dentro del espíritu marcadamente kitsch que merodea constantemente. Así, la película comienza a descender progresivamente al territorio de lo inverosímil, sumando en cada uno de sus increíbles componentes -el improbable policía inexperto de Chino Darín, la innecesaria agente lookeada de Mónica Antonópulos- una trama policial mal trazada, que no genera intriga alguna y que está apoyada en lugares comunes jugados sin gracia ni espíritu autoconsciente.
En defensa de la película se nos podrá decir que lo policial termina siendo un elemento de distracción mientras pasan otras cosas más importantes, pero aún eso -la historia de amor gay, la mirada sobre cierta oligarquía ochentosa- es un desfile hueco nunca profundo y siempre inducido por la cáscara sin alma del diseño publicitario. Si bien hay una bienvenida ambigüedad y tensión entre los personajes de Bichir y Darín, todo se arruina -otra vez- por diálogos increíbles y situaciones que, incluso, hasta lucen poco profesionales (la irrupción de Chino Darín en la casa de Bichir, por ejemplo).
Eso sí, hay una línea que se abre, esa que podría haber sido y nunca termina siendo, convencida de cierta gravedad que gana sobre el final. Y tiene que ver con un ridículo buscado, cierto absurdo no del todo elaborado y que estaba ahí para convertir a la película en otra cosa: las presencias de Emilio Disi, Hugo Arana y Gino Renni, más algunas situaciones de un humor sincero (la mujer que atiende en la galería de arte) o la aparición autoconsciente en un televisor de La extraña dama dan muestras de una sátira ochentosa almodovoriana que amaga pero nunca aparece. Incluso el buen trabajo de Carlos Casella, no sólo actoralmente sino aportando -junto a Daniel Melero- una banda sonora ajustadísima y enciclopédica respecto de las posibilidades expresivas del tecno-pop se ve anestesiada por una sumatoria de elementos y tonos que nunca consiguen un sentido. Muerte en Buenos Aires luce demasiado enamorada de sus ideas visuales sin saber muy bien qué hacer con ellas, qué contar, cómo hacerlo y para qué. Eso: ¡¿para qué?!