Un policial en fucsia y negro
Tal como nos advierte el leit motiv de los afiches, nada es lo que parece o casi, en esta película de la debutante pero nada improvisada Natalia Meta, con sólidos antecedentes en producción y guión. “Muerte en Buenos Aires” está llena de sorpresas y secretos, por lo que la crítica debe moverse como en un campo minado para no revelar nada que disminuya esos efectos, aunque también es importante advertir que otra de las consignas previas sobre “descubrir al autor de un asesinato” es apenas un objetivo que da paso a otras denuncias más importantes, las que pueden ratificarse solamente si los desprevenidos no abandonan la sala hasta que se prendan las luces.
Ante todo hay que tener en cuenta que deliberadamente la película no se propone seguir las reglas del género al pie de la letra. Tironeada entre la intriga y la farsa, “Muerte en Buenos Aires” se construye como un policial políticamente incorrecto, desenfadado y bizarro, donde las insinuaciones de humor y oscuridad se alternan anárquicamente.
Superficies de placer
El film entretiene y muestra a su manera la corrupción policial y judicial que deja -a su vez- entrever un entramado más grande, inquietante y complejo. La acción transcurre en 1989, entre los cortes de luz programados y la hiperinflación, que marcaron la bisagra entre la primavera alfonsinista y el menemismo. También incluye guiños a hechos privados posteriores que comprometieron a personajes públicos, aunque algunos casos reales semejantes ocurrieron bastante después.
El disparador del argumento es el asesinato de un aristócrata vinculado al ambiente gay del momento (mucho más en el clóset que el actual). Este crimen debe ser resuelto por el malpagado dúo que forman en principio el rudo inspector Chávez (el mexicano Demián Bichir) y su colaboradora, la sensual agente Dolores (Mónica Antonópolus) caracterizada como una literalmente peligrosa chica de cómic, bien armada y con muchas curvas. Pero a ellos se sumará un novato policía: El Ganso, interpretado por Chino Darín, que es el primero en llegar al lugar de los hechos. Aprovechando la apostura del inexperto aprendiz, lo convierten en carnada para encontrar un culpable en el submundo de la noche porteña. Porque el objetivo inicial será seguir al principal sospechoso, la pareja de la víctima, un refinado cantante (Carlos Casella) que realiza su show en una disco frecuentada por homosexuales y travestis. Un ambiente que se muestra más ameno que peligroso, donde suenan temas que son un homenaje a este ícono de la cultura pop argentina que fue Federico Moura, una voz de referencia para el colectivo LGBT local. Es aquí donde la formalidad de la película se explaya con una estética definida por sus contrastes de oscuridad y fucsias propios de las luces de neón ochentosas y el enigma a resolver se va diluyendo a medida que la historia vira hacia la sexualidad de los personajes y cierto tono de comedia.
Luces artificiales
La puesta en escena y fotografía se lucen con la recreación de época, desde el vestuario y maquillaje hasta la caracterización de la ciudad que muestra autos y detalles indiciales de aquellos años.
Empezando por el promisorio hijo de Ricardo Darín, el elenco está lleno de revelaciones, pero queda la sensación de grandes posibilidades desperdiciadas. La ingeniosa caracterización de Mónica Antonópulos no está seguida de una intervención que pese en el argumento y como otros actores secundarios: Tortonese, Arana o el juez (Disi) y la intrigante hermana del occiso (Kuliok) no superan la caricaturización del estereotipo.
El guión se desarrolla con alta pretensión, entre escenas formalmente complejas y costosas bastante bien logradas, entretenidas y con suspenso. Llena de indicios ¿innecesarios o no? como el botón flojo en la camisa del detective que dirige la investigación o una cajita de fósforos que cambia de mano.
La ambientación y banda sonora van generando un clima más que todo extravagante, donde la búsqueda del efecto supera la verosimilitud y la profundidad. La gran producción y despliegue de “Muerte...” no logran ocultar las falencias de una historia con hilos sueltos como el de la camisa que deja caer un botón. Y por último, es una pena que Demián Bichir no resulte creíble con una voz de ogro que suena como separada de su cuerpo y porque se mueve como si trabajara en un policial clásico sin acusar que las reglas rígidas se fueron con la posmodernidad.