En 2017 descubrimos a Kenneth Branagh con el traje, el enorme mostacho, los elegantes modales y la vanidad a toda prueba de Hércules Poirot resolviendo con su acostumbrada perspicacia un crimen en el Muro de los Lamentos de Jerusalén. Con ese simpático prólogo, Branagh inició su romance con el mundo de Agatha Christie y se puso al frente de la remake de Asesinato en el Expreso de Oriente, dirigiendo (y desaprovechando) a un elenco de excepción en una aventura apenas correcta, resuelta con más oficio que pasión por el misterio.
Por suerte las cosas mejoraron en el segundo intento, que por fin llega a los cines después de una larga postergación forzada por la pandemia. La película estaba lista para estrenarse a fines de 2019, cuando por ejemplo Armie Hammer (uno de los protagonistas) no atravesaba la delicada situación personal que amenaza con su “cancelación”. Tras el escándalo, Disney prefirió no reemplazarlo y optó por bajar el máximo perfil posible alrededor de su presencia en pantalla. Más allá de los reproches por su conducta hay que decir que la decisión fue acertada: Hammer cumple a la perfección con lo que se espera de su personaje, un playboy arrogante dispuesto a la vida fácil junto a una multimillonaria heredera.
Si Muerte en el Nilo, otra remake que podría perfectamente funcionar como secuela de la aventura en el tren (el personaje de Tom Bateman, es la bisagra entre ambas), resulta más satisfactoria que su predecesora es porque entre otras cosas el Branagh director confía mucho más en el poder de sus actores (un grupo un poco menos estelar que el de la película anterior) para que la intriga resulte mucho más intensa, convincente y creíble. Y para que los personajes que rodean a Poirot le hagan mucho más difícil la tarea de resolver el enigma que tiene ante sus ojos y su infalible instinto detectivesco.
Es imposible no colocar a Muerte en el Nilo frente al espejo de la versión original de 1981. Ella tenía a su favor la posibilidad de aprovechar los escenarios naturales de la acción y recorrer de verdad las maravillas de Egipto desde un imponente barco de vapor mientras, en la cubierta, una gran feria de vanidades ambientada en 1937 precedía el momento de la muerte y la intervención de Poirot. En la nueva versión, Branagh casi no pudo salir de los estudios británicos en donde se hizo la mayoría del rodaje, pero recupera desde una bienvenida nostalgia aquella idea de gran espectáculo y narración “a la antigua” con fastuosos decorados e imponente escenografía natural, aprovechando además al máximo las posibilidades de una tecnología digital capaz de presentar una panorámica de las pirámides de manera casi idéntica a las verdaderas.
En el recorrido fluvial y en los tramos medulares del relato se aprecia una consistente fidelidad a la versión original. Lo que Branagh se permite es darle algunos toques más modernos a la descripción de los personajes, adaptando (por suerte sin subrayados ni declaraciones de principios) algunos de ellos a la diversidad que demandan estos tiempos. En 1981, por ejemplo, Salome Utterbourne era una fastidiosa escritora encarnada por Angela Lansbury y ahora el personaje se convierte en una cantante de blues a la que Sophie Okonedo (con la voz de la inolvidable Sister Rosetta Tharpe en las canciones) le aporta magnetismo, autoridad y distinción.
El propio Poirot parece sucumbir a ese encantamiento y perder por momentos el impecable equilibrio que requiere su tarea. Aquí aparece otro punto a favor de la película frente a su antecesora y también a algunos de los anteriores retratos del sagaz detective belga. El Poirot de Muerte en el Nilo tiene sus propias emociones y no suele reaccionar todo el tiempo con la distancia y el desapego que a veces formaron parte de su retrato en el cine. Su condición de conoisseur nunca está puesta en duda, pero aquí aparece enriquecida por un retrato más cercano a su verdadera naturaleza, sobre todo a través de las claves aportadas por un prólogo (mucho más serio que el de la película anterior) ambientado en la Primera Guerra Mundial.
Es también por todo esto que seguimos con más interés y entusiasmo la resolución del crimen que constituye el eje del relato. Es cierto que Poirot tiene la tendencia de acelerar más de lo aconsejable la enunciación de sus deducciones, pero cuando el culpable es descubierto sentimos la misma satisfacción que el detective. Sobra aquí intriga y el misterio perdura intacto hasta el final, también en buena medida gracias a la seductora fotogenia de Gal Gadot y a la jerarquía (poco aprovechada, por cierto) de Annette Bening.