LOS JUEGOS (TRÁGICOS) DEL AMOR
Si en Asesinato en el Orient Express Kenneth Branagh se apropiaba de la estructura de misterio y suspenso creada originalmente por Agatha Christie para crear un relato centrado en la moralidad alrededor de las decisiones que consideramos ilegales y criminales, Muerte en el Nilo es casi la continuación lógica de esa operación. Si en la primera película veíamos cómo la escala de valores de Hércules Poirot era puesta en crisis por los sucesos que iba descubriendo, en este nuevo film contemplamos cómo el caso interpela su propio pasado a un nivel íntimo y personal.
Ese vínculo con la historia previa -y oculta tras su gigantesco e inverosímil bigote- de Poirot ya queda claro desde la primera secuencia, una especie de prólogo situado durante la Primera Guerra Mundial, cuando el protagonista todavía no era el famoso detective, sino apenas un joven soldado tratando de sobrevivir a fuerza de momentos de astucia. Luego nos vamos adentrando en el conflicto central, una historia amores, traiciones y celos que arranca en un bar de Londres y sigue al borde de las pirámides de Egipto. Y que termina de explotar durante un crucero en las aguas del Nilo, en el que una pareja de recién casados (Armie Hammer y Gal Gadot) ha armado una fiesta para celebrar su luna de miel, pero también para huir del acoso de una mujer despechada (Emma Mackey). Lo que empieza con el asesinato de una joven heredera de una gran fortuna, continúa con una serie de crímenes y Poirot deberá emprender una carrera contra el tiempo para encontrar al homicida, que se revela como más elusivo de lo esperado.
Si Muerte en el Nilo es un relato de investigación, también incorpora en ese ensamblaje la observación, con el punto de vista de Poirot compenetrándose en buena medida con el del espectador. Desde ahí es que el film se convierte en un retrato coral donde confluyen unas cuantas subtramas con un eje en común: el amor frente a diversos obstáculos, entre ellos, los mismos sentimientos amorosos. Y eso incluye al mismo Poirot, que ha sabido construir un muro contra los sentimientos donde los cimientos son su notoria soledad y su indudable profesionalismo, pero también su introversión y su resistencia a establecer vínculos que lo desestabilicen. Es ese componente dramático el que finalmente le interesa más a Branagh, y por eso quizás se toma un tiempo considerable para presentar y desarrollar a los personajes y sus conflictos con los demás y consigo mismos.
Si por momentos hay un intento un tanto forzado de introducir la agenda del presente en un relato situado antes de la Segunda Guerra Mundial, además de algunos diálogos y monólogos que redundan en explicaciones, también hay que decir que Branagh sabe cuándo poner distancia y evidenciar el artificio melodramático, otorgando mayor ligereza cuando todo amenaza con ponerse demasiado solemne. En Muerte en el Nilo, queda ratificado que el realizador y protagonista se siente cómodo con el material a su disposición, que entiende ciertas demandas del público adulto contemporáneo, pero que también conoce algunas herramientas del cine clásico -e incluso de la propia literatura de Christie- a las cuales se aferra con convicción. Eso le permite jugar con diferentes tonalidades de lo romántico, pasando de lo trágico a lo lúdico, de lo sexual a lo púdico, con transiciones sustentadas en observaciones puntuales de Poirot. Y, al mismo tiempo, hilvanar un nuevo conflicto ético y afectivo para el famoso detective, al que le encuentra nuevas capas de interés, sin dejar de usar su iconicidad a su favor. Al fin y al cabo, quizás ese sea el objetivo final de la revisión de Poirot por parte de Branagh: revisitar, desplegar y exhibir a ese ícono del trabajo detectivesco, pero también encontrarle nuevos rasgos de humanidad, aunque eso implique que la labor deductiva quede en un segundo plano.