Es tentador preguntarse contra qué está luchando Halla (Halldóra Geirharðsdóttir) en Mujer en guerra (2018). El título de la película, su afiche y la primera escena ya nos indican que acudimos al conflicto nada nuevo entre el individuo y la fábrica que supera al primero con creces. De todas maneras, Benedikt Erlingsson se resiste a darnos toda la información de inmediato. Llegado el minuto veinticinco de la obra, no sabemos todavía cuál es la búsqueda de la protagonista. Hay dos elementos musicales que pueden estar atrayendo nuestra atención al respecto: ella es directora de un pequeño coro y la banda sonora de la película suele acompañarla en escena, sea un grupo islandés compuesto por tres músicos (Davíð Þór Jónsson, Magnús Trygvason Eliassen y Omar Gudjonsson ) o un coro ucraniano de tres mujeres (Iryna Danyleiko, Galyna Goncharenko y Susanna Karpenko). Unos y otras aparecen luego de que escuchamos la música de forma extradiegética o a la espera de lo que Halla haga. Cuesta no asociar estas decisiones levemente humorísticas con alguna película de Roy Andersson, pero la búsqueda de Benedikt en su tercer largo es menos distante.
En esta suerte de tragedia contemporánea (y también medioambiental), los coros acompañan a la protagonista más con música que con letra, como ocurría en las tragedias clásicas. A modo de paralelismo, nos enteramos de lo que dice la declaración de principios de Halla por las redes sociales de terceros. Ella la hace pública lanzándola desde el techo de un edificio. La señal del celular, los retuits y las selfies permiten difundir su postura política y desnudar los deslices de los poderosos en la sociedad islandesa. Ya no es la lectura propia lo que valida, sino la otredad.
Para el momento en el que hemos conocido tanto el conflicto interior (una posibilidad de adopción) como el exterior (abogar de forma activa por el medioambiente) de Halla, el guion entabla una complicidad directa entre ella y los coros para tomar cartas en el segundo asunto. En esta escena decisiva, ni la banda islandesa ni el coro de mujeres ucranianas canta. Y hay que decirlo: nunca sobra la gestualidad de Halldóra, reconocida como Mejor Actriz en el Festival Internacional de Valladolid del año pasado. Su rostro es orgánico a lo maleable de las expresiones más exageradas o discretas. Si las primeras ocurren en medio de una clase de calentamiento para hacer yoga y las segundas para matizar las diferencias con su hermana gemela Ása, unos y otros gestos valen para retratar un personaje en conflicto consigo misma.
Ahora, si George Steiner nos decía el siglo pasado que la tragedia había muerto al menos desde la perspectiva clásica, no olvidemos que autores de la literatura y el cine han intentado siquiera juntar los pedazos que quedan. Cuesta no pensar en referencias como el Woody Allen de Poderosa afrodita (1996) o el Bergman de El séptimo sello (1957) lanzándonos pistas con leve ironía. Mujer en guerra es otro asomo a lo trágico desde el humor. Las luchas de Halla no se contradicen (en un mundo sobrepoblado, adoptar es la solución), pero al final las condiciones medioambientales la superan. En este sentido, hay un plano general en la película que puede condensar gran parte de la historia. Halla está procediendo con el fin de su plan vandálico. Antes, la detiene la policía. Al fondo hay una gran montaña nublada en la cima. El auto azul de la protagonista está repleto de flores. El pastor alemán de las autoridades ladra por lo que hay en la maleta. Con cierta gracia, Halla reconoce su “mea culpa”: kilos de excremento de gallina como abono (donde se esconden los explosivos). El auto, los tres individuos y el animal están empequeñecidos en contraste con la naturaleza nublada del fondo. En este plano fijo, los tres personajes miden la mitad de lo que mide la montaña. Ello permite mostrar la proporción entre mujer y naturaleza en otras ocasiones posteriores también, así como la voluntad empecinada de ella todavía en lo adverso.
Al final, Mujer en guerra está manejando la idea de la otredad en cuatro niveles: la mujer islandesa (Halla) que adopta a una niña ucraniana (Nika), las dos gemelas (Halla y Ása), los dos países (Islandia y Ucrania) y los dos ciudadanos (islandesa y colombiano). Si bien este último nivel empobrece la ecuación (un extranjero retratado escuetamente que aparece cada tanto como chiste para la trama), las otras tres dicotomías se resuelven con claridad. Adoptar es la forma que tiene Halla para formar otra vida. Cada gemela tiene una búsqueda y el intercambio final de una por otra es sólo un giro en la búsqueda de ambas, no una facilidad de la trama. Y cada país, reflejado en los coros, hace música junto a los otros en sus últimas dos participaciones, a manera de engranar los sentidos personales y ciudadanos de la heroína. En el final, a la película tampoco le interesa entramparse en si los accidentes de la vida son manifestaciones del destino. Más bien le permite a su protagonista sostener con paso firme sus luchas para nada nimias y comprometer al ser humano en las consecuencias de sus actos sin caer en lo aleccionador.