Amazona del Ártico
El islandés Benedikt Erlingsson consolida su peculiar estilo costumbrista con Mujer en guerra, la historia de una eco terrorista enfrentada con Reikiavik.
En 2015, el turista español Juan Camilo Román Estrada se apasiona con el campo de caballos al norte de Islandia, se suma a un grupo de exploradores alemanes y por la noche se pierde en la nieve. En 2018, Juan Camilo circula en bicicleta por una similar zona rural y es detenido por la policía, siendo confundido con un terrorista que atentó contra una fábrica de aluminio. Las dos escenas son el hilo conductor entre el debut de Benedikt Erlingsson, De hombres y caballos, y su nuevo film, Mujer en guerra. Juan Camilo aparecerá más veces, siempre tentando al malentendido. Es el toque humorístico de este director tan afecto al costumbrismo con algunas dosis de surrealismo. La terrorista, en verdad, es una ecoactivista, Halla (Halladóra Geirhardsdóttir), quien con un método muy manual de arco y flecha deja sin energía a las torres de la planta. En la fuga, perseguida por helicópteros, Halla es ocultada por un granjero local. El granjero desconoce ideologías, pero lo guía un instinto gregario. Se entera de que Halla pertenece al clan Eyvik, y que vivía en la esquina de su casa. En ese momento manda un sentido ya arcaico, perimido. Hoy la mujer pertenece a una causa global, y sus huellas particulares se difuminan, como todo.
Parte de esa tendencia a borrar aspectos de la personalidad es lo que, por su misma causa, busca Halla. De día es la directora de un coro en Reikiavik, y cuando mantiene conversaciones privadas con un doble agente de inteligencia ambos guardan sus celulares en una caja de seguridad, para que las palabras no sean hackeadas. Cándidamente, vuelve de su trabajo en una bicicleta de paseo por las bellas y angostas calles de la ciudad, y al llegar a su casa vuelve a transformarse en amazona. Con remera y pantalones ajustados blancos de lycra, hace ejercicios de taichí mientras mira noticias que reflejan sus acciones: los atentados, la pérdida de energía en la planta de aluminio, la ayuda militar de Estados Unidos e Israel, el aparente colapso entre Islandia y empresarios chinos, potenciales compradores del metal. En el fondo hay dos retratos de Ghandi y Nelson Mandela. Pero la doble personalidad de Halla, como un héroe de cómic al estilo Bruce Wayne / Batman, trastabilla al recibir un llamado telefónico. La petición de adopción que hizo cuatro años atrás, la que casi había olvidado, resultó aceptada. Una niña de cuatro años, llamada Nika, la espera en Ucrania.
Erlingsson mezcla elementos de la ficción y la realidad, de género y de actualidad, de un modo que no llega a ser del todo naíf, y que por momentos resulta cautivante. Por el lado de la identidad, Halla se cuadruplica con la introducción de su hermana gemela Ása (obviamente, también interpretada por Geirhardsdóttir), una instructora de yoga que sueña con un viaje a un ashram en la India y que tiene una visión igualmente altruista, pero donde priman los pequeños e inmediatos cambios. Ása es una suerte de deus ex machina para la narración, y una muy efectiva. Pero lo más interesante ocurre a nivel formal, y es la presencia de un trío de músicos que acentúan el sentimiento de cada escena y actúan como extras, tan presentes en una escena rural como en cualquier toma de interiores. Ese trío de tuba, percusión y órgano / piano / acordeón a piano, vestido con corbatas y chalecos –y que recuerda los “comentarios” de Jonathan Richman en Loco por Mary–, alterna con otro trío de cantantes folk, vestidas como campesinas, que actúa como una metáfora del viaje inminente a Ucrania, rumiando en el inconsciente de Halle mientras viaja con una bolsa de Semtex para dinamitar más torres de la planta, en su segundo acto visible “eco terrorista”.
David Thor Jonsson, compositor de la banda sonora y líder del ubicuo trío, incluso tiene alguna incidencia dentro de la trama: cuando Halle arroja fotocopias de su manifiesto desde una torre de Reikiavik, el músico toma una de las copias, la fotografía y la cuelga en un tuit que se viraliza por la ciudad y alimenta el mito de la Mujer de la Montaña, como se conoce a la enemigo público número uno de Islandia. Por su parte, Juan Camilo Román Estrada es liberado y deambula en bicicleta por las praderas, desorientado, buscando Reikiavik, maldiciendo a la policía en español y siempre a punto de volver a ser apresado. Estos personajes laterales y simpáticos recuerdan a algunos films de Aki Kaurismaki, y refuerzan el concepto de dramedy con que Signursson ya había coqueteado en De caballos y hombres. Lo mismo ocurre con el recurso de la tierra, la sujeción a la naturaleza: Halla apoyando su cabeza sobre el pasto para “sentirla”, u ocultándose en la piel de un carnero para evitar ser detectada por rayos infrarrojos, en directa referencia al hombre que habita el cuerpo de su caballo muerto para no morir congelado, en el film debut.
En algún punto, la misión de Halla es una quijotada, pero la visión de Erlingsson no. En perfecto timing con las marchas que moviliza Greta Thunberg, la película también muestra algo que no es ninguna novedad: el modo en que los medios y los políticos se apropian del hecho antisistema, absorbiéndolo y trivializándolo para inocular su propio contenido, cuando no denigran al portavoz ventilando cuestiones personales, o magnifican pasos en falso. Apropiadamente, promediando Mujer en guerra, una escena de bello lirismo muestra el hogar de Nika inundado por las lluvias grotescas mientras un pianista toca una triste melodía impresionista. Es un avatar de todas las advertencias. El apocalipsis está llegando.
A la memoria de mi padre, Alfredo Fernández