Halla es lo que se podría denominar una eco terrorista. Bueno, así la rotula la prensa islandesa, pero mantiene su identidad escondida. Ronda los cincuenta años, en su casa tiene posters de Nelson Mandela y de Gandhi. Dirige un coro.
Y sabotea torres de electricidad, sin poder ser atrapada.
Es que es capaz de saltar riscos volcánicos, eludir la vigilancia de helicópteros, y se gana su lugar en los diarios y medios de comunicación. Tanta frialdad demuestra Halla que sólo la increíble performance de Halldóra Geirharðsdóttir, que ya tenía un papel en Historias de caballos y hombres (2013), del mismo director, puede lograr transmitir la ternura que la conmueve cuando descubre que podría ser la madre adoptiva de un niño de 4 años nacido en Ucrania.
Ese es su otro sueño.
Pero, ¿puede un anhelo dejar en stand by, congelar o hacer olvidar al otro?
Si Benedikt Erlingsson jugueteaba con la fantasía y el humor en Historias de caballos y hombres, aquí se atreve a mucho más. Como la música juega un rol preponderante, pone en acción, allí, en el campo, mientras Halla prepara su atentado, a un trío de músicos y un trío vocal. Tocan música, cantan, y Halla no se percata de ello. Pero los músicos sí, y actúan en consecuencia, ya que se inspiran con el ritmo de la acción.
Es una jugada que podría dejar afuera a más de un espectador.
Pero no. O será que hay que sentarse a ver Mujer en guerra con la mente y el corazón bien abiertos.
Los personajes secundarios están allí casi como distractores. Hay un granjero, que podrá ayudar, o no a Halla. Que podrá ser, o no, su primo.
¿Importa?
Tal vez el desenlace juegue a contramano con la narración que venía desarrollando el director islandés, que es dueño de un estilo propio, un autor con todas las letras. Mujer en guerra es una película poco habitual, pero no por sus excentricidades, sino por el valor que tiene para contar una historia. Esta historia.