No pensaba ver esta nueva Wonder Woman, y ni sabía que el 1984 del título se refería a que transcurre en el año de marras, y entonces la ambición malsana y falopa y las ropas y el breakdance y otras referencias que se pueden encontrar en el primer estante del supermercado de referencias. Podrían haber aprovechado para decir algo sobre el lúcido legado visionario de George Orwell, ya que estamos viviendo en alguna medida esa pesadilla de la neolengua y el control. Pero no, esto transcurre nomás en el 1984 pop y colorinche y de la ambición, de la maligna ambición de esos tiempos (ahora no hay más, solo hay buenos sentimientos para todes y toddys). Y no pensaba verla porque ya había visto la primera y, a diferencia de todos ustedes y de la Mujer Maravilla, yo no soy inmortal. Pero me pidieron escribir la crítica para A sala llena. Uh, pensé, pero dicen que esta es mucho peor que la primera. Ah, pero esas gentes dijeron que la primera era buena, o muy buena. Reviso lo que escribí sobre la primera, que es de la misma directora, Patty Jenkins. Y veo que al menos la siguiente oración se aplica sin cambios a lo que pienso de esta segunda parte, que es más o menos igual de mala que la primera: La película es algo así como una chatarrería, un predio en el que han quedado partes de cosas tiradas, carrocerías oxidándose, pedidos de comités, aspiraciones comerciales, fórmulas vetustas y piruetas cool. También en esta secuela lo mejor -lo único presentado con ímpetu narrativo y bríos de aventuras- es lo que transcurre en la isla, el pasado mítico. Claro, en la primera parte ese segmento era más largo, pero el final también, y era malísimo y sumamente estúpido.
Acá, en esta segunda parte, entramos más rápido en “el mundo”, una Washington de 1984 en la que se nos contará algo sobre la ambición -oh, claro, Reagan- y un cascote con formas obviamente comparables a las de un juguete sexual de doble propósito. Un juguete sexual doble en esta película dos, en la que hay una Mujer Maravilla y otra mujer que la envidia. Y entonces la ambición, oh la ambición. Y la mujer que se convierte en mala pasa progresivamente de un aspecto de sota de copas a ser algo así como la hija de una de las Bangles con un Thundercat. La actriz que debe sobrellevar esta transformación, más algunos de los diálogos más toscamente escritos en mucho tiempo es Kristen Wiig, una comediante total, atlética y -aquí- a la deriva. No parece haber ninguna decisión en términos de estilo actoral que pueda unificar esta cosa, y Robin Wright -siempre muscular, convencida y convincente- aparece casi nada. La supuesta protagonista Gal Gadot sigue siendo una actriz espantosa, por más que a ustedes -inmortales- les guste. En cada gesto, en cada cambio de tono en el plano, en cada intento de transmitir emociones tremendamente codificadas revela no conocer el código y sus énfasis; sus mohines, sus maneras de doblar el cuello llevan el peso de la autoparodia, pero de la carente de conciencia. Eso sí, su personaje puede leer lenguas extrañas y antiguas, muy antiguas, extintas; el cine, arte del siglo XX, le pasó de largo.
Hay un malo hombre -o más de uno, porque hay uno ranfañoso puesto para ejemplificar el acoso callejero- interpretado por el chileno Pedro Pascal, que está desatado y parece entender un juego intermitente, que la película hace a medias, sin cohesión y con resoluciones arbitrarias, estólidas e imbéciles: el de la aventura rematadamente kitsch y meramente devota de la diversión. Pero en estos años eso no se puede hacer plenamente, porque hay que soltar enseñanzas y no soltar la imaginación, y hay que ser bueno con todes y toddys. Y no se puede matar a los malos y que vayan con dios o con su dios de los malos; vaya por dios, que en 2020 la muerte ya no existe más. Pascal parece divertirse, y da la sensación de que está en pantalla más tiempo que la propia Mujer Maravilla. De todos modos, Pascal se divertía mucho más como Oberyn Martell en Game of Thrones. Y también nos divertíamos más nosotros, porque Game of Thrones, excepcionalmente, era televisión hecha con bastante espíritu cinematográfico (si hasta había episodios que parecían dirigidos por Mel Gibson, nada menos). Wonder Woman, en cambio, es parte del aluvión de la destrucción, del desguace del cine, aunque algunos de los pedazos de chatarra que exhibe a los tumbos nos caigan un poco simpáticos.