Para Hitchcock, el documental era obra de Dios, o mejor dicho, de la vida misma, la casualidad, el destino (una ficción, en cambio, era obra del director, convertido en Dios). Jacques Rivette, mientras tanto, no distinguía entre categorías: para él, toda película era un documental de su filmación, de la cultura y los actores involucrados.
Ahora bien, si toda película es un documental, entonces todo documental tiene algo de ficción, porque hay una cámara, un recorte de tiempo y espacio. Esto siempre fue evidente pero nunca tanto como ahora, donde cualquier persona con un celular puede volverse un documentalista de su existencia cotidiana. Un posteo en Instagram o en Snapchat da cuenta de hasta qué punto todo momento se ficcionaliza al ser fotografiado.
Mujer nómade, aunque esté lejos de ser un video para redes sociales, es parte de nuestra actualidad audiovisual. Se presenta como un documental sobre la ensayista y filósofa Esther Díaz. Pero no solo es sobre ella, sino también de ella. Aunque el director sea Martín Farina, Díaz se perfila como coautora. Ya lo avisó en 2016, cuando arrancó el rodaje, en una entrevista para Página/12: “Martín me dijo que es la primera vez desde que hace documentales que el objeto de su investigación, que soy yo, lo está ayudando”.
De hecho, Mujer nómade podría pensarse como una versión cinematográfica de los ensayos de Díaz. No hay un registro periodístico de su vida. Muchas escenas están explícitamente actuadas, especialmente sus conversaciones con otros, por teléfono o durante una cena. Y cuando habla, suele mirar al lente. No responde las preguntas de un entrevistador, sino que expone sus pensamientos.
Más que nada, reflexiona sobre el cuerpo, cualquier cuerpo pero también el suyo, su piel, sus órganos, sus puntos erógenos, el cuerpo como campo de batalla y de experimentación. Díaz se ofrece como ejemplo. Vemos cómo le inyectan botox, cómo le cortan el pelo, cómo hace ejercicio, cómo se encama con un hombre más joven que ella (y su juventud es un dato importante, que ni la cámara ni la propia filósofa dejan de resaltar).
“Martín me planteó que le daría mucho volumen a la película si aparecen cosas sexuales. No tengo ningún problema, le dije, me tenés que conseguir el chongo”, había adelantado Díaz en la entrevista ya mencionada. Y efectivamente, le consiguieron un chongo.
No hay voyerismo, porque ella parece controlar -al menos, en parte- cómo se la muestra. Por un lado, su voz en off comenta lo que vemos (es lo más flojo de Mujer nómade; la relación entre lo visual y lo verbal resulta a veces demasiado literal y torpe). Y por otro, su cuerpo no es observado; ella se exhibe. Hay una dimensión performativa, como si expresara físicamente sus palabras.
Lo privado se vuelve una performance, o más de una. Hay usuarios de Instagram que mantienen dos cuentas: la primera para todos sus contactos, con las fotos más cuidadas y pulidas; y la segunda para su círculo íntimo, con imágenes menos glamorosas y -supuestamente- más reales. En ambos casos, hay una curaduría de lo cotidiano. Se le muestran ciertos contenidos y cuerpos a ciertos públicos.
Esta dinámica se refleja en Mujer nómade. Hay una Esther Díaz sobre el escenario, en una conferencia; otra en el quirófano; otra bajo la mirada de su chongo; otra cuando expone en frente de la cámara. En un momento ella dice que un objeto cualquiera, al ser enfocado, se transforma en un hecho estético. Lo mismo un cuerpo, sea el de ella o el de un usuario en línea.
La pregunta es siempre: ¿Qué hago con mi cuerpo? ¿Qué recibe -qué like o cariño o droga o dildo o inyección- y qué comunica y para quién? Es un tema perfecto para el cine, y el documental de Farina y Díaz lo aprovecha.