Emociones a flor de piel.
Greta Gerwig siempre estuvo ahí. Mucho antes de saltar a la palestra con sus dos nominaciones a los Oscar en 2018, la musa del movimiento mumblecore había enamorado a los seguidores del panorama independiente norteamericano con sus interpretaciones en títulos como Baghead o The House of the Devil (ambas inéditas en la Argentina) y, sobre todo, con su doblete delante y detrás de las cámaras, protagonizando y haciendo las veces de guionista, en la magnífica Frances Ha (otro título no estrenado en tierra argenta) que dirigió Noah Baumbach en 2012.
Pero no fue hasta 2017 que la de Sacramento viese recompensada su prolífica carrera indie con Ladybird. Una auténtica maravilla, encantadora y brillante en términos cinematográficos que, con una honesta sencillez —y con la inestimable ayuda de una inmensa Saoirse Ronan—, llevó a límites insospechados las bondades atesoradas por su modesto primer trabajo como realizadora, Nights and Weekends (2008), donde compartió funciones con Joe Swanberg.
Cuando se anunció que el próximo paso en la carrera de Gerwig sería adaptar Mujercitas, además de sorprendernos por el, a priori, radical cambio tonal y estilístico, muchos vimos prácticamente imposible que superase lo visto en su delicado retrato adolescente. Unas conclusiones, desde luego, precipitadas, porque su versión del clásico literario de Louisa May Alcott ha resultado ser un prodigio cinematográfico como para inaugurar con todo este 2020.
Pese a ser producciones radicalmente opuestas conceptualmente, la Mujercitas de Greta Gerwig triunfa al mantener intacta la esencia que hizo tan especial a su Ladybird. Todo ello sin traicionar en ningún momento las bases y el espíritu que convirtieron la novela de 1868 en el fenómeno trasladado al cine, el teatro, la televisión e incluso la radio en infinidad de ocasiones, pero modificando algunos puntos clave de la historia para llevar el relato a su terreno.
De este modo, el largometraje, más que como una nueva adaptación para la gran pantalla, se revela como una suerte de reformulación para las nuevas generaciones de espectadores que fortalece la figura de sus protagonistas de un modo sutil, aunque acorde a los tiempos que corren; combinando un clasicismo inesperadamente puro con un aire renovador en poco más de dos horas repletas de emociones a flor de piel y genio fílmico.
No necesitamos más que posar —con tremendo gusto— nuestra mirada sobre la hermosa dirección de fotografía de Yorick Le Saux, su exquisito uso del fotoquímico —está rodada en 35mm— y su cuidada recreación de la Norteamérica rural sumida en plena Guerra Civil, para empaparnos de un academicismo también presente en la forma, el texto e, incluso, en las delicadas partituras de Alexandre Desplat que conforman la banda sonora.
Es sobre estos cimientos más tradicionales donde la directora apuntala su sello autoral, visible tanto a nivel de realización —esos planos generales frontales y los seguimientos laterales son inconfundibles— como en lo que respecta a los diálogos y el discurso; tan frescos y dinámicos como las sobresalientes interpretaciones de un reparto estelar en el que, nuevamente, Saoirse Ronan logra robar todos los focos gracias a una calidad y a un talento desbordante para el drama y la comedia.
Un manejo de la estructura envidiable y que no teme en avanzar y retroceder en el tiempo sin remarcarlo, un delicioso jugueteo metaficcional, y un tono cálido y hasta cierto punto desenfadado que huye de la gravedad de anteriores traslaciones terminan de redondear una de esas cintas que invitan a celebrar la existencia del séptimo arte. Como decía, Greta Gerwig siempre estuvo ahí; y después de su Mujercitas, uno sólo puede desear que se quede durante mucho, mucho tiempo.