Mujercitas

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Una nueva adaptación al cine de un clásico literario tan leído y amado como Mujercitas no podía despertar más que una perfecta mezcla de entusiasmo y exigencia. Sobre todo porque al frente está Greta Gerwig, voz ejemplar de una generación de directoras que asoma con fuerza y personalidad en un escenario todavía dominado por varones. Que después de haber convertido sus recuerdos de adolescencia en una película entrañable como Lady Bird haya decidido releer los de mujeres de todo tiempo y lugar, que desde mediados del siglo XIX se han nutrido del coraje y la inventiva de Louisa May Alcott para afrontar sus penas y alegrías es el gran triunfo que su cine tiene para darnos.

Mujercitas es la historia de la familia March, de las cinco mujeres que habitaron en la norteña ciudad de Concord mientras el padre peleaba en la Guerra de Secesión. En el retrato de las cuatro hermanas y la amorosa Marmee -unas temperamentales y audaces, otras pacientes y reflexivas-, Alcott recrea su propia vida con ese halo de imaginación y verdad que solo puede conseguir la gran literatura. Y Greta Gerwig es quien mejor ha entendido esa tensión entre ambos universos, el de la infancia idealizada y el del inicio de una adultez ceñida a deberes económicos y responsabilidades afectivas, iluminando las ideas que la novela insinuaba, mostrando con vital autoconciencia los dilemas de la mujer de entonces, que todavía hoy resuenan.

Lo que convierte a esta versión en la definitiva, pese a los buenos recuerdos de la de George Cukor de los 30 y la de Gillian Armstrong de 1994, es la fuerza de su estructura, que desafía la cronología del texto para hacer dialogar a los dos tiempos de las March, quebrados por el crecimiento, guiados en ese vínculo por un montaje lúcido y una puesta en escena precisa e inteligente. Gerwig no solo consigue afirmar a la rebelde Jo (extraordinaria Saoirse Ronan) como alter ego de Alcott, en el descubrimiento y la perfección de su oficio como escritora, sino que engrandece al personaje de Amy (gran mérito de Florence Pugh), a quien eleva de la vanidad infantil a una medida sabiduría que consagra en cada una de sus escenas.

Mujercitas demanda a sus espectadores una participación activa con la historia, tanto a los devotos como a los debutantes. Y lo hace con la sutileza de los artistas que son capaces de reinventar un mundo sin traicionarlo, de enraizar una obra de más de 150 años en el presente sin sacrificar el retrato de aquel tiempo, de poner en escena una voz ajena y a la vez encontrar la propia.