Cóctel retro, kitsch y desprejuiciado
Sólo al director de 8 mujeres podía ocurrírsele llevar al cine una obra de teatro pasada de moda y convertirla en una farsa bufonesca que no teme a los excesos y que aspira a cierta sofisticación, debido al peso de sus protagonistas.
La primera imagen de Mujeres al poder es la de Catherine Deneuve trotando por un bosque que parece salido de la imaginación del viejo Disney, enfundada en un rutilante jogging rojo y con ruleros en la cabeza. Ese comienzo ya da una idea de lo que vendrá después: una comedia desprejuiciada, deliberadamente kitsch, por momentos casi al borde del ridículo, pero que sin embargo aspira a cierta sofisticación, no sólo por la presencia de la gran dama del cine francés, sino también por el peso –en un sentido tanto literal como metafórico– de su partenaire, Gérard Dépardieu. ¿Quién sino François Ozon podía animarse a preparar este cocktail retro, inspirado en una antigua pièce de boulevard de Pierre Barillet y Jean-Pierre Grédy? Quienes recuerden el vodevil 8 mujeres (2001), también de Ozon, podrán hacerse una idea de lo que les espera, pero aunque ésa sigue siendo una referencia válida hay otro film del director que se acerca más en espíritu: Gotas que caen sobre rocas calientes (2000), basada, paradójicamente, en una obra teatral de Rainer Werner Fassbinder, nada menos.
Si de la revulsiva pieza de Fassbinder el intrépido Ozon tomaba sobre todo sus claves de época para convertirla en un triunfo del estilo sobre el contenido, aquí en cambio se diría que la operación es la inversa: acudir a una obra anacrónica y frívola para sacar de ese material enmohecido una comedia no sólo sobre la guerra de los sexos, sino también sobre la lucha de clases. La acción se sitúa hacia 1977, período de conflictos sociales en Francia. La Deneuve es Madame Pujol, señora de la gran burguesía de provincia, heredera de una próspera fábrica de paraguas que ha quedado en manos de su esposo (Fabrice Luchini), un nuevo rico con ínfulas, dispuesto a no conceder ni un palmo a sus obreros. No parece una casualidad que su lema sea el mismo que impuso el presidente francés Nicolas Sarkozy: “Trabajar más para ganar más”.
Pero los obreros no piensan lo mismo, reclaman no sólo la reducción de la jornada laboral, sino también condiciones básicas de trabajo y, aprovechando el álgido momento social, secuestran al patrón. Es entonces cuando esa señora resignada a ser sistemáticamente engañada por su marido y relegada a la condición de objeto decorativo de la casona familiar (de ahí el título original, Potiche) se convierte en una mujer capaz de solucionar el conflicto y llevar adelante la empresa con una muñeca política que nadie había sospechado. Al punto que al primero que convoca para mediar en el asunto es a un veterano diputado comunista y ex obrero de la fábrica (Depardieu, claro), que alguna vez, en un desliz de juventud de ambos, fue su amante. Y parece que lo quiere seguir siendo.
Típica comedia “de puertas”, cuando no termina de salir un personaje entra otro, entre ellos la atolondrada secretaria –y amante– de Monsieur Pujol (Karin Viard) y los hijos de Madame Pujol. Una con ambiciones de patrona de estancia y más reaccionaria que Marine Le Pen (Judith Godrèche) y otro, en cambio, despreocupado e inadvertidamente progresista (Jérémie Renier), aunque más no fuera porque quiere colorear los tradicionales paraguas oscuros de la empresa familiar e insinúa una “salida del closet” con un bello muchacho rubio muy parecido a él. Farsa bufonesca que no le teme a los excesos, este Potiche de Ozon reparte dardos a diestra y siniestra mientras se divierte desacralizando a dos iconos del cine francés, como cuando pone a Deneuve y a Depardieu a bailar música de los Bee Gees en una discoteca decorada por el más enconado enemigo del buen gusto.