Oxígeno. Eso, oxígeno: entrar al cine y respirar tranquilo y distendido mientras se ve una película, de eso se trata cualquier film protagonizado por los Muppets y este no es la excepción. Los muñecos de felpa son algo así como la conciencia amorosa y burlona de Hollywood, transformando todos los lugares comunes del cine en elementos para jugar a puro absurdo (que el villano se llame “Badguy”, que sea un comediante, que el propio diálogo diga qué es lo que pasa mientras pasa, etcétera).
Pero los Muppets, además, ejercen un poder secreto y rarísimo: nos emocionan y creemos en ellos como personas, aunque la felpa y el peluche sean evidentes (gran talento del realizador y de los titiriteros, claro). Aquí Constantine, la rana más mala del mundo –que es igual a Kermit salvo por un lunar en la cara– asume su lugar para intentar un impresionante robo, mientras culpan a Kermit y lo encierran en un gulag.
Lo rocambolesco de la historia ya es un primer pie al absurdo (que comienza a los cinco minutos de película con un plano que parodia genialmente “El séptimo sello”), que se desarrolla como un juego musical, donde cada secuencia tiene el brillo distendido de una canción pop. ¿Película para chicos? No, o al menos no solamente. Como todo gran cine, apunta a todo el mundo, pero no con la demagogia fácil sino con sus propias reglas. Una película, pues, que nos ayuda a respirar.