EL PENAL Y LAS PENAS
Coco Rivera ganó su apodo de “Muralla” cuando era arquero profesional de fútbol y allá por los 90’s tuvo un momento de gloria cuando atajó un penal que, dos décadas después, los hinchas de San José de Oruro todavía recuerdan. Glorias pasadas que parecen pesar sobre el protagonista, devenido en chofer de un minibús y vinculado con el mundo criminal: en su vehículo son trasladadas personas que terminarán involucradas contra su voluntad en el tráfico de drogas o en la trata de mujeres. Muralla, la película de Gory Patiño, toca estos temas lateralmente porque en verdad lo suyo es el thriller, el drama policial con elementos morales: Rivera está juntando dinero para la operación de su hijo enfermo, y por eso no parece tener reparos cuando termina entregando una niña de 13 años. El destino (y la culpa) lo obligarán a desandar sus propios pasos y meterse hasta el fondo del asunto.
Como en la paraguaya 7 cajas, en la peruana Magallanes o en este film boliviano, el thriller presta un envase que sirve para que filmografías periféricas y no del todo difundidas encuentren otros mercados y hasta el interés de un público alejado del ámbito festivalero o del cine de autor. Y como en aquellas, Patiño intenta imbricar lo político, lo social, con las reglas del policial: el registro de la ciudad es nocturno, sórdido, alejándose de lo turístico y adentrándose en los márgenes de una sociedad que parece consumida por la pobreza y la necesidad de dinero rápido. Si durante una hora la película funciona centrándose en la intimidad de su protagonista (un ajustadísimo Fernando Arze Echalar), en los dilemas morales que lo van aquejando, la aparición de elementos más vinculados con el cine de género (el villano interpretado por Pablo Echarri) hacen un poco de ruido en el contexto. Muralla apela estéticamente a una luz verdosa y amarronada, a tonos ocres que expongan la tristeza general y, muy especialmente, una miseria exportable. También tiene otros recursos visuales, como una cámara que se coloca en algunos ángulos improbables, que recuerdan más a las series de televisión y específicamente a Breaking bad. De hecho el quiebre ético del protagonista sigue algunos caminos del antihéroe trazado por Vince Gilligan en aquella exitosa producción.
Más allá de los reparos apuntados, Muralla se ve con interés y funciona dentro de sus propias reglas: hay elementos sobrenaturales que se incorporan con fluidez y un drama moral que le otorga dimensiones a su personaje. Dimensiones que se extrañan en otros pasajes, como en el final, que resulta abrupto y extemporáneo, precipitándose más como una necesaria comprobación de tesis general que como una progresión coherente de la lógica del relato. El mundo está podrido y no hay salvación alguna.