Nace una estrella tiene la particularidad extraordinaria de ser una película que con solo una toma puede arruinar el resultado final del producto. Esto no quiere decir que la obra, que ejerce con ritual precisión las fórmulas de los dramas románticos, suponga una total impericia fílmica. Al contrario. Nace una estrella cuenta, al menos, con un par de buenos protagónicos (Cooper-Gaga-Elliot), un ritmo para nada denso y algunas ideas bien definidas.
Jackson Maine (Cooper) es una estrella de rock que, a pesar de su rotundo éxito, parece hallarse emocionalmente en descenso por el alcohol y las drogas. Su vida crepuscular, atormentada por la muerte de su padre, lo obliga a deambular por bares nocturnos de mala muerte luego de sus multitudinarios shows. Una de esas noches conoce a Ally (Gaga), gran intérprete de pequeños escenarios, con quien queda flechado desde el primer momento. Jackson ve el enorme talento que hay en la joven, por lo que le propone acompañarlo de gira con su banda. Ally al principio se muestra reacia frente semejante propuesta, pero considerando lo gris de su vida, acepta. Ambos comienzan un apasionado romance, y mientras ella se transforma de la noche a la mañana en una estrella, él cae en una espiral de autodestrucción y oscuridad.
Si hay algo interesante que destacarle al Cooper director es su enorme énfasis en la fisicidad. No solo respecto de la inseguridad de Ally (algo muy presente en Gaga, quien en muchas de sus letras se define como una mujer totalmente insegura), sino también de la tormentosa figura de Jackson (Cooper actor), una especie de Bob Dylan mutante con resabios de Keith Richards. Los movimientos pausados, casi de seductor involuntario, medio vampíricos por el efecto del alcohol y las drogas, nos acercan bastante a esas estrellas de rock emocionalmente inestables y decadentes de los salvajes 70. Sam Elliot, que compone al hermano mayor de Jackson, nos retrotrae a viejos personajes del western: rostro impávido, sereno y justo, curtido por la vida. Gaga está bastante bien (su voz descuella por momentos), pero Cooper reclama una atención inmediata, casi hipnótica. La química entre ambos es innegable y por poco lo mejor de la película.
Cooper empieza bien el relato, mostrando algunas formas interesantes (las formas son todo lo que puede decir en el cine) bajo la tradición del relato clásico (el protagonista atormentado por la figura paterna, una historia familiar de terratenientes que entiende las bondades del melodrama, etc.), pero es en el final donde todo se desbarata. Los últimos minutos (incluyendo una última y pésima canción, raro viniendo de dos muy buenos intérpretes), especialmente la última toma, destituyen las formas clasicistas y honestas que el relato fue construyendo en dos horas y pico. Esa toma final, que tiñe de una ambición desmedida por su subrayada y alegórica intención, parece sacada del manual del director pretencioso; nada tiene que envidiarle a las torpes ideas audiovisuales de Tarkovsky cuando hacía mirar a sus personajes a la cámara, reclamándole al espectador una imposición tan solemne como acostumbrada. ¿Se puede pasar de un relato ameno y tradicional a esto? La respuesta es sí.
La canción antes mencionada se vuelve contradictoria, teniendo en cuenta el discurso sobre la libertad de la mujer que suele expresar Gaga en sus canciones. Por momentos, bajo el disfraz de un romanticismo perenne, nos trae un alegato más anclado en el patriarcado que en el feminismo. Si bien sabemos que Nace una estrella cree fervientemente en el American Dream, este no molesta ya que ilustra con aciertos trágicos que para llegar alto hay que dejar o perder cosas en el camino. Esa ilusión de perfección y de vida color de rosas que suele tener la música Pop se desvanece. Es un camino duro como la vida misma, como la de todos.