Hay cuatro (oficiales, también hay varias “copias”) versiones de este cuento, de los años treinta en adelante. La mejor era la de George Cukor con Judy Garland y James Mason. Para quienes no conozcan la historia: artista célebre pero en decadencia por enormes problemas con sustancias encuentra chica cantante excelente, se transforma en su mentor, se enamora, ella lo supera y él no puede soportar eso. Melodrama absoluto, y quintaescencial porque habla de la vocación artística, esa cosa inexplicable, y del negocio a su alrededor; de la irresoluble dicotomía entre fama y vida cotidiana. Dijimos “era” porque esta versión de Bradley Cooper la emparda (no la supera, es cierto). Es cierto: tiene sus desprolijidades; Cooper, primerizo con la cámara, decide hacer todo lo que puede con ella y a veces se pasa de rosca, etcétera. Pero amigos, Lady Gaga es aquí de esas cosas que justifican la existencia del cine (Cooper como actor también está muy bien). No solo canta como nunca, sino que hace de su rostro un paisaje cinematográfico, logra que cada gesto se vuelva no expresivo (no se habla de histrionismo aquí) sino pertinente, lleno de sentido. Y Cooper encuentra cómo capturar ese sentido y transmitirlo. Hacía mucho que no veíamos un gran melodrama y aquí está. Por cierto, viene del pasado, pero ciertas historias tradicionales lo son porque nunca pierden su peso, sobre todo cuando el rito -la película, la remake- es respetuoso del mito. De paso: vean lo bien que está siempre ese secundario de acero inoxidable que es Sam Elliott. Las canciones son excelentes.