No fue magia
El punto de partida de Nada es lo que parece 2 resulta tan bueno que funciona casi en forma automática, independientemente de lo que la película haga o deje de hacer: unos ladrones, maestros en el arte de los trucos y la manipulación, son dirigido por una organización misteriosa con el fin de desenmascarar grandes estafas en público. Todo marcha bien hasta que los protagonistas resultan engañados y obligados por un gángster a robar un chip. Los delincuentes de buen corazón, cooptados por el villano, tienen que efectuar un golpe imposible mientras piensan cómo burlar su control: no importa qué tan gastada parezca, la fórmula mantiene intacto su encanto cinematográfico. El problema es que en Nada es lo que parece 2 la magia no es solo un tema, sino también un procedimiento. La mentira elaborada pasa de los hechos de la ficción a la manera en que la película diseña su relato: la narración misma deviene un engaño encargado de desviar la atención para sorprender al espectador con soluciones inesperadas. Pero magias hay muchas, empezando por la negra y la blanca, y también existe el ilusionismo. Se me ocurre que la diferencia entre uno y otro tiene que ver con los materiales puestos en juego: el mago cuenta con un aparataje reducido, muchas veces limitado solo a su propio vestuario, y con su destreza para mostrar y ocultar, como pasaba en los actos de prestidigitación de René Lavand, que eran impresionantes justamente por la precariedad de los recursos disponibles, por lo general solo un mazo de cartas, una mano y un paño. En cambio, el ilusionismo, que puede hacerse aparecer (o desaparecer) cualquier cosa, por ejemplo, un avión, como hizo alguna vez David Copperfield, es claramente otra cosa: un espectáculo a gran escala. Una proeza semejante es de carácter técnico y ya no depende de la habilidad o el carisma de la persona, sino de un complicado dispositivo que lo excede. Nada es lo que parece 2, al igual que sus personajes, gusta de esta clase de show, y el relato se construye a partir de giros narrativos y cambios repentinos en la trama que tratan de llevar la conmoción propia del ilusionismo a la experiencia de la sala. El efecto es contraproducente: la película pierde tiempo explicando sucesos como si fueran trucos (aunque se sabe que un mago jamás devela sus secretos), y la seguidilla de vueltas de tuerca hace que ese mundo se resienta: si los personajes pueden desvanecerse prácticamente de un lugar, liberarse de cualquier trampa con apenas un movimiento de manos, o anticipar y desmontar ingeniosamente cada uno de los contratiempos que se les presentan, la historia pierde afectividad y los protagonistas, humanidad. La película atenta contra sí misma: el guion acostumbra a su público a esperar siempre el giro, la vuelta de tuerca impensada, y eso genera una expectativa que se trata de satisfacer sobreexigiendo el relato y perdiendo de vista a los ladrones, todos personajes interesantes y bien compuestos que podrían soportar el peso de la película por sí solos. La dupla de Jesse Eisenberg y Woody Harrelson, por ejemplo, puede construir casi cualquier cosa: comedia, drama y todo lo que hay en el medio (pero esto ya se sabía desde Zombieland); Daniel Radcliffe hace a un villano hiperkinético y pasado de rosca; Mark Ruffalo se muestra sobrio y, algo raro, sin sus tics. Nada es lo que parece 2 habla de la magia, pero en verdad le interesa la espectacularidad del show, el golpe de efecto; Jon M. Chu es un ilusionista. Sobre el final, los héroes realizan trucos en distintos lugares de la ciudad, y el de Daniel Atlas (Eisenberg) consiste en controlar el agua de la lluvia a voluntad, como lo haría Dios: aunque después se revele el artificio, la película presenta ese momento deteniendo las gotas y moviéndolas de acuerdo con las órdenes del personaje. La falsedad del truco y el peso de lo digital son evidentes desde el comienzo: el trabajo visual se nota y el truco nunca es creíble (como las cientos de palomas que salen del vestido del personaje de Lizzy Caplan al mismo tiempo en otra parte de la ciudad). No es casual que los mejores momentos de la película sean justamente los que obligan al director a contar en profundidad una única situación y lo liberan de la necesidad de jugar a la sorpresa con la historia, como la escena del robo del chip, donde los personajes burlan la seguridad del lugar prácticamente violando las leyes de la física: allí la película encuentra un ritmo notable y un gran timing para la comedia y el suspenso. Pero, al igual que la primera aparición (frustrada) del grupo, se trata de momentos esporádicos: el resto del tiempo, el guion está demasiado ocupado en producir novedades y chispazos narrativos como para atender a cualquier otra cosa.