Un entretenimiento módicamente efectivo.
El título de la crítica de este diario de Nada es lo que parece fue “una película irresponsablemente feliz”. Vaya si era acertado: los cuatro ilusionistas sobre los que giraba la acción le hacían pito catalán a cualquier atisbo de lógica imaginando los trucos de magia más descabellados, saltando de una geografía a otra con una destreza que los mismísimos Jason Bourne o James Bond envidiarían y perpetrando el robo más inverosímil que se recuerde, todo con un tono entre desfachatado y canchero que la volvía irresistible. Que esta secuela inicie con un extenso flashback situado a mediados de los ‘80 destinado a profundizar en el pasado y las motivaciones de uno de los personajes centrales muestra que aquí importará menos la irreverencia y la inventiva que la lógica y la psicología. Y así difícilmente pueda hablarse de “una película irresponsablemente feliz”. A lo sumo, de una que genera el efímero placer de un entretenimiento módicamente efectivo.
Con Jon M. Chu (G.I. Joe: La venganza) reemplazando a Louis Leterrier (El transportador, Furia de titanes) en el sillón de director, Nada es lo que parece 2 vuelve a unir al grupo autodenominado “Los cuatro jinetes” (Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Dave Franco y la incorporación de Lizzy Caplan en lugar de la colorada Isla Fischer) para un nuevo golpe movido ahora no por la satisfacción robinhoodiana de quedarse con una parva de dólares de un multimillonario, sino por la idea de desbaratar los planes de un empresario de las telecomunicaciones. El plan falla porque debe hacerlo: en realidad todo se trata de una pantomima similar a la que ellos montan en sus shows, y los ilusionistas terminan huyendo por un ducto cuya desembocadura está en….Macao (?), donde los recibe uno de los ¡tres! malvados de turno (Daniel Radcliffe) con una propuesta que, obvio, no podrán rechazar.
Mientras tanto, de este lado del Atlántico, el descubrimiento del agente infiltrado en el FBI (Mark Ruffalo) pone patas para arriba la logística del grupo, y un desbaratador de trucos (Morgan Freeman, cada película más de vuelta de todo) mueve los hilos de la vendetta desde la cárcel. Como en la primera entrega, todo aquí es deliberadamente absurdo. La diferencia es que antes era uno festivo y ahora uno culposo, como si a Chu y al guionista Ed Solomon les interesara menos el despliegue creativo que la validación de reglas físicas. Menudo objetivo para un relato pródigo en escenarios, viajes a velocidad aparentemente ultrasónica y que ata y desata no menos de una docena de enredos y engaños durante el metraje. Enredos y engaños que Solomon utiliza como salvoconducto para airear el relato. Paradójicamente, los que mejor resultado obtienen, al menos en términos cinematográficos, son aquellos más simples y directos en su confección: ver sino los pases del naipe con el microprocesador para sacarlo de la bóveda ultravigilada o la capacidad de hipnosis de un Woody Harrelson que a falta de uno interpreta a dos personajes, convirtiéndose en el único que parece haber entendido que magia y el espíritu lúdico son partes constitutivas de cualquier truco.