Un elenco de lujo, con poca magia
Nada es lo que parece 2 no logra estar a la altura de su antecesora. Quien se luce y sorprende es Daniel Radcliffe, cada vez más afilado como actor.
Divertida y con acertados cruces conceptuales entre la ilusión inherente del cine y el arte del engaño, o para decirlo más amablemente: de la magia. Así fue la primera entrega del 2013, que ahora se convertirá en trilogía.
Louis Leterrier dirigió aquel filme inaugural, un realizador con escaso IQ pero que en ese entonces contó con un guion chispeante y un diseño de producción estruendoso que disimuló su déficit. Lo bendecía, además, un elenco de primera línea.
Quien se puso al mando de esta esperada secuela es Jon M. Chu. En su prontuario, encontramos los documentales de Justin Bieber, G.I. Joe: La venganza, y Jem y los Hologramas. El guionista es el mismo de la primera, esta vez con varios colaboradores tratando de darle coherencia a una propuesta que se quedó sin cartas sobre la mesa. Allí está el conflicto central de Nada es lo que parece 2: las vueltas de tuerca se cantan antes de que sucedan; cada mirada y situación ambigua alerta impúdicamente al espectador y le arrebata su ingenuidad. Quizás el modus operandi de la primera, con trompos de engaños y revelaciones, no debería haberse replicado, al menos que la apuesta se subiese con elegancia y dosis de autoparodia.
Semejante inverosimilitud pretende despistarse bajo un ritmo aparatoso. Ante las insistentes incoherencias, Jon M. Chu apela a un montaje paralelo y confuso que resuelve las secuencias a puro capricho, quizás exceptuando aquella del robo de una tarjeta que guarda los datos privados de la población mundial (?), único momento cinematográficamente eufórico y relajado.
Las motivaciones de los personajes convierten a estos magos en parapléjicos emocionales: Mark Ruffalo lidia con la muerte de un padre ahogado, Jesse Eisenberg destroza su carrera con sus habituales gestitos de loser cool, Woody Harrelson enfrenta a un hermano gemelo vengativo y Lizzy Caplan –nueva incorporación femenina porque Isla Fisher se fugó del proyecto–, se parece más a una groupie de Marama que a una maga talentosa.
Morgan Freeman deambula por el set para explicarnos con voz radial los cabos sueltos, mientras Michael Caine ejecuta sus ademanes de gentleman en piloto automático.
Pero quien sobrecarga de auténtico carisma sus escenas es Daniel Radcliffe, dignificando líneas de diálogo absurdas y encontrando el equilibrio justo entre cancherismo y sutileza dramática. He allí el único mago en este truco fallido de más de dos horas.