La ilusión desde la ilusión
La magia, el arte del engaño, tiene mucho en común con el cine. Ambos se construyen sobre la noción de aquello que podemos ver, pero en ambos casos es igual de valioso aquello que no podemos ver. Tanto la magia como el cine se valen de todos los artilugios necesarios para que el relato sea coherente, evitando que se filtre la posibilidad de la destrucción del verosímil: en el caso del cine de ficción sería un grave problema de guión, mientras que en la magia se pondría en evidencia la naturaleza parcial o total de la falsedad del truco. En Nada es lo que parece ambas artes se encuentran dejando varias sensaciones encontradas pero, también, un relato entretenido que se sostiene en el carisma de sus actuaciones.
Pero, ¿qué es lo que produce esas “sensaciones encontradas”? La cuestión del punto de vista que se corresponde con la magia, precisamente. El director juega un “truco” con el espectador, le da a la trama dos giros bruscos que nos obligan a replantearnos todo lo que vimos previamente. El relato nos pone bajo puntos de vista donde lo que se oculta es, precisamente, todo aquello que nos pueda hacer prever el giro, con lo cual mucho del desarrollo pierde peso cuando se piensa a la película en su conjunto. Esto no sólo hace que, por ejemplo, pierda peso la impecable química que hay entre los ilusionistas de Jesse Eisenberg, Isla Fisher y Woody Harrelson, sino que nos hace cuestionarnos para que el director nos ponga la lupa bajo esos personajes sin que haya un testigo, una excusa para hacerlo. Esto es porque el relato se maneja desde un omnisciente al que el director utiliza conveniente y fragmentariamente para hacer el “gran truco” final, que está lejos de estar presentado con la lucidez que lo haría un Shyamalan en, por ejemplo, El protegido.
Pero más allá del engaño final hay mucho más en esta película que giros. La introducción es trepidante y el complemento del carisma de los ilusionistas sobre el escenario nos permite ver cómo un talentoso grupo de actores emula la conducción televisiva durante los shows, gracias a la puesta en escena de Leterrier. Sí, quizá algunos clásicos puedan argüir que la cámara nunca para de moverse, pero lo cierto es que en la película se emula la puesta en escena televisiva, con toda esa espectacularización de paneos desprolijos y zooms medidos. No se puede medir con la misma vara las persecuciones, que pecan por ser confusas, hecho llamativo si se tiene en cuenta que Leterrier dirigió las dos primeras partes de El transportador.
Entretenida pero algo deshonesta, Nada es lo que parece parece explotar algunas buenas ideas que son ejecutadas en el frenesí de la acción, pero cuando tiene que contar parece dispersa y fragmentaria, forzando un giro final que justifique el aura de magia de la película.