Como por arte de magia
Nada es lo que parece podría ser una fábula ligera y aireada acerca del estatuto de realidad de lo que vemos. Ver es una cosa; creer en lo que se está viendo es otra cosa distinta. Un grupo de magos extraordinarios, cada uno de ellos experto en su metier, se ve envuelto en una serie de maniobras delictivas comandados por la figura esquiva de un excéntrico multimillonario. En los primeros minutos de película el director Louis Letterrier tira toda la carne al asador en lo que a un gran espectáculo se refiere. Se trata de ver y creer en lo que se ve. El espectador es zamarreado con una felicidad que se reserva para los juegos de ingenio, para las maniobras violentas del circo y para algunas películas frente a las cuales nos quedamos mirando con una sonrisa bobalicona en la cara. Detrás de la cara que sonríe puede haber siempre un resto de infancia que demora su partida, quizá una suspensión de la capacidad analítica, un rapto de credulidad que flota como un globo y también, quizá, una entrega resignada sin la cual la película tiende a desaparecer sin remedio. Nada es lo que parece pide a gritos ese espectador. Y si no lo encuentra, deja de existir, se disuelve por efecto de una falta de fe. Sus armas son la velocidad y el ingenio: el cine, para la película, es un montaje entre esos dos elementos, un par de ideas de guión que se estiran y repiten a toda máquina para que no se note tanto la estrechez de su contextura ni su carácter gaseoso, insuficiente para cubrir todas las áreas con demasiada solvencia. La película cumple bien en un tercio de su metraje. Con buena voluntad tal vez un poco más. Los actores lucen iluminados de regocijo en sus papeles, como si fueran un grupo de amigotes divirtiéndose en mutua compañía, probablemente estimulados por el vértigo de una faena que se podría definir como de “actuar al cuadrado”, montar una escena hacia el espectador en la que se monta a su vez una escena hacia dentro de la película. Nada es lo que parece distribuye sus estocadas felices con una conciencia plena de estar entregando burbujas maravillosas que no están hechas para durar sino para flotar candorosamente ante nuestros ojos solo durante unos instantes cruciales. Si de pronto las explicaciones sobran, si los agujeros en la trama lógica de la película se suceden o si no se puede mantener el mismo nivel de diversión todo el tiempo, en realidad nada de eso importa demasiado. Nada es lo que parece habla solamente de sí misma, y carece de coartadas para simular un espesor cinematográfico que trascienda su carácter de mero entretenimiento. De modo que lo que nos pide es un último impulso para llegar a la meta, sumergidos en la embriaguez proporcionada por ese baile de gracia e ingenio puros, donde no parecen existir las leyes de la física. Al mismo tiempo que afirma su condición de objeto destinado al deleite inmediato, la película ofrece la evidencia de su propia naturaleza volátil, acaso como espejo melancólico de una clase de cine para el que quizá ya no haya cabida.