Como suele suceder con los directores actores -Gilles Lellouche ha dirigido solo dos películas, pero ha actuado en más de cincuenta-, suelen contar con un don para elegir el elenco perfecto, no tanto por la homogeneidad de las interpretaciones, sino por la sensación de cofradía que despierta la experiencia del conjunto. Todos -sobre todo Amalric, Canet, Efira- parecen combinar esa tristeza que llega con las crisis con el imperceptible deseo de vislumbrar la esperanza. Y en ese gesto la película de Lellouche es libre porque usa las convenciones a su favor, las de las comedias de perdedores y las del sentimentalismo de los triunfos inesperados.
Nadando por un sueño es mucho más de lo que parece. Es una película que no le debe nada a The Full Monty porque su humor es el que saben hacer los franceses cuando dan en la tecla: melancólico y con un secreto dejo de amargura. Sus personajes transitan fracasos y desesperaciones con el equilibrio que les brinda el montaje: cada corte es una salvación para evitar el regodeo en el padecimiento o la saturación del gag, demostrando una conciencia del ritmo casi imperceptible.
Bien por Lellouche, que supo resumir la verdadera inspiración de los musicales de Esther Williams y sus fascinantes coreografías acuáticas: más allá del talento individual de los nadadores, el recuerdo que persiste en la memoria del espectador es el del trabajo en equipo.