Cazadores cazados.
Para bien y para mal, casi ningún género se suele encerrar en sus fórmulas como el terror. Sus premisas, tan vibrantes en papel, suelen cantar el cansancio de tanto uso, aunque ciertas ofertas hacen que uno olvide el deja vu del resto de la oferta. Veamos lo que pasa, por ejemplo, con las posibilidades dadas por el escenario de la invasión hogareña: tenemos examinaciones sobre violencia, sexo y prejuicio como la del maestro Sam Peckinpah en Perros de Paja, ejercicios en controversia estilística similes a los llevados por Michael Haneke en las cuestionables Funny Games (elijan su versión), o historias que aprovechan la pequeña escala para mostrar la pureza de la tensión y la sangre, al nivel de las recientes Los Extraños y Cacería Macabra. De todas formas, las sumas no paran, y también quedamos con resultados como Nadie Vive (No One Lives, 2012), film que no tiene mucho para ofrecer fuera de su amplia dosis de hemoglobina.
Primero, veamos los ingredientes de la historia. Tenemos una pareja, discutiendo con dudas mientras viajan por la ruta para iniciar de nuevo. Por otro lado, se encuentra una banda de criminales; llamémoslos “el líder solemne”, “el psicópata impaciente que arruina todo”, “el tipo corpulento”, “el novato”, “la chica dura” y “la chica sensible”, porque ese es el único tipo de características distintivas que poseen esos futuros cadáveres. Y, finalmente, se encuentra la joven que tiene estampada en la frente su salvación. Todo parece ir de la manera usual cuando los tórtolos son acosados por el grupo, que los encierra con los típicos fines macabros. Y cuando uno espera que arranque la tortura (de que tipo, dependerá de la tolerancia que tengan), surge un pequeño problema: el inocente hombre (Luke Evans) resulta ser un experimentado y perfeccionista psicópata, que escapa para iniciar su venganza con quienes lo mantuvieron captivo. Pero también hay un par de inconvenientes con esta revelación. En primera instancia, la sorpresa se ve venir desde lejos, debido a la falsa y vaga presentación que se le da al homicida en los somníferos 20 minutos que abren el film. Y, cuando uno considera como sigue el relato tras la sorpresa, el cambio es básicamente inexistente. Pasamos de varios sádicos atormentando a una persona a un sádico atormentando a varios.
No-One-Lives
Claro que, en estos casos, la ejecución es esencial para el éxito. Lamentablemente, en ese aspecto hay poco que ayude, con la labor del japonés Ryuhei Kitamura resultando casi libre de cualquier tipo de marca. Sorprendente, considerando la festiva demencia que había arrojado en los choques de espadas de su adaptación del manga Azumi, o el amoroso homenaje lovecraftiano expresado en El Tren de la Medianoche. Acá, él sólo puede destacarse en el bizarro permitido por los asesinatos, como en un par de escenas donde su homicida sin nombre acaba con el voluminoso malhechor que lo tiene encerrado, para luego usar su gigante cuerpo como disfraz para esconderse del resto. Son momentos entretenidos, pero que representan el diez por ciento de una producción de 86 minutos que, cuando no está cumpliendo el placer de la audiencia por despachar a las insufribles víctimas (como siempre, el debate sobre por qué se dio vuelta la reacción da para un largo debate), entrega un nada apetecedor plato de terribles personajes, acciones sin sentido y diálogos irritantes.
Encima, las performances están mal manejadas; casi nada de lo que sale de la boca de los actores suena real, con el lenguaje facial y el espacio entre línea y línea dando a entender que varios son alienígenas. Los únicos que se salvan de esto son Evans (visto recientemente en Rápido y Furioso 6 y la última entrega de El Hobbit) y la australiana Adelaide Clemens (Parade’s End, Rectify) tirando algo de dimensión y sarcasmo a sus roles de maniático y mujer final, en una relación que al final no llega a ningún lado. Todo lo que marcha en Nadie Vive es la matanza. El resto perece.