Nadie

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Hutch Mansell (Bob Odenkirk) es un hombre común, un don nadie. Alguien que renuncia a dejarse llevar por la ira y pegarle un palazo a un par de delincuentes que se meten en su casa a robar. Alguien no parece haber sido un verdadero soldado sino apenas un burócrata de escritorio. Alguien que rechaza una pistola automática para defender su hogar. Alguien que viaja cada día en colectivo, que cumple su rutina laboral en la fábrica de su suegro, que se lleva el café en el vaso térmico, que sale a la calle unos segundos después de que pasó el camión de basura.

Así presenta Ilya Naishuller a su antihéroe, prisionero de esa vida anodina que parece repetirse con la precisión del reloj que lleva en su muñeca izquierda. Y en esos detalles se encuentra el placer de su película, en esa construcción pausada de un universo que luego resulta ser otra cosa, en la expresión agobiada del genial Odenkirk que se revela como el actor perfecto para una renacida fama como un impensable vengador anónimo.

Así presenta Ilya Naishuller a su antihéroe, prisionero de esa vida anodina que parece repetirse con la precisión del reloj que lleva en su muñeca izquierda. Y en esos detalles se encuentra el placer de su película, en esa construcción pausada de un universo que luego resulta ser otra cosa, en la expresión agobiada del genial Odenkirk que se revela como el actor perfecto para una renacida fama como un impensable vengador anónimo.

Más allá de las obvias referencias al universo de John Wick –de donde proviene el guionista Derek Kolstad-, a los vigilantes de Liam Neeson, a la tradición del Harry Callahan de Clint Eastwood en la saga de Don Siegel, lo que proponen Naishuller y Oderkirk es la lúdica exploración de ese arquetipo, desde el uso irónico de la música, el juego con los ralentis, los actores fetiche –Christopher Lloyd, Michael Ironside-, hasta las coreografías violentas que consiguen arribar a la abstracción con el mismo ritmo de la danza.

Una serie de miradas devuelven a Hutch los retazos de su identidad. La de su esposa, aburrida, obturada por un almohadón en la cama matrimonial; la de su hijo, que espera la imagen del macho alfa que representa su tío materno, un verdadero soldado de la guerra; la de su vecino, con el Challenger del 72 estacionado frente a su garaje como prueba de que los muertos solo valen por lo que dejan. Hutch desmonta ese pretendido conformismo de hombre común que parece definirlo para escarbar detrás, para ver el reverso de la imagen que el espejo le ofrece día a día. Y ahí Naishuller juega su mejor carta al usar las escenas bisagras de su historia –la del colectivo, la de la lucha en su casa, la del final en la fábrica- como progresiva revelación de la madera de su personaje, de las ambiciones de su puesta en escena y, al fin y al cabo, de cómo puede subvertir esa consciencia del género desde su mismo interior. Después de todo, ¿quién esperaba algo de un don nadie?