Aclaremos de entrada que la protagonista de esta película no es la modelo británica sino Yermén, una persona real, transexual, habitante de un barrio pobre de Santiago de Chile. Su meta es acceder a una operación de cambio de sexo. La historia de Yermén pasó por el festival como si fuera un susurro, una presencia sigilosa cuyo último deseo era llamar la atención. Debe haber sido este inusual nivel de discreción lo que desorientó a muchos críticos y espectadores que no llegaron a conmoverse con la película. Claro, el catálogo hablaba de “un reality show de cirugías plásticas”, categoría que hacía vaticinar apelaciones a la extravagancia, el morbo y el fervor colorinche que siempre vienen asociados a la explotación de la performance queer. A este prejuicio se sumaba el recuerdo invasivo de Morir como un hombre, la obra maestra de João Pedro Rodrigues que supo como pocas celebrar el brillo de este imaginario sin relativizar la complejidad filosófica del tema. Pero la película chilena ensaya otra cosa. Se ubica en el polo estético opuesto al que uno proyecta desde el automatismo, y lo más sorprendente es que lo hace sin esfuerzo, con absoluta naturalidad.
Naomi Campbel es el exhibicionismo negado. El espectáculo imposible. De hecho, algunos de los diálogos más ricos del film se desarrollan con una iluminación a contraluz, con el rostro de los personajes en las sombras. Y no es que Yermén se esconda o quiera ocultar su cuerpo. Ella no califica para el reality show sencillamente porque es una persona delicada, introvertida, incapaz de posar para un cliché o de autoproclamarse heroína de una tragedia, y a tal extremo llega su bajo perfil que los realizadores juegan a desterrar su nombre del mismo título del film. Quien la desplaza es otra participante del casting que aspira a corregir sus rasgos faciales para ser igual a Naomi.
Camila Donoso y Nicolás Videla concibieron originalmente un film más cercano al documental clásico, y luego decidieron incorporar secuencias de ficción. No todos los materiales se ensamblan con elocuencia en el montaje, como ocurre en esos segmentos de registro sucio que muestran filmaciones en la calle hechas por la protagonista. Por otro lado, hay ciertas construcciones enunciativas que necesitan tiempo para decantar e integrarse en el conjunto del discurso, aunque en un primer impacto aparezcan como subrayados. En la escena en donde conocemos a un amigo amante de Yermén, por ejemplo, la cámara se detiene durante unos segundos en el pene del joven (está en calzoncillos). Es lógico que el film se concentre en la genitalidad, pues en definitiva de eso se trata esta historia: lo curioso es el efecto que provoca ese instante dentro del pacto tan pudoroso que propone la película. Velado o no, eso está ahí. Es el cuerpo, y aquí no vale huir al fuera de campo. Con ese plano el film se hace cargo de ese punto resistente de lo Real que no puede eludirse ni mutar en símbolo. Yermén siente al falo como una “discordancia”, algo ajeno a su condición de mujer. Pero no lo niega. Lo padece, no sólo a nivel emocional sino también físico. No recuerdo otra película reciente que describa con tanta concisión y franqueza la singularidad de este sufrimiento.
A veces celestes, a veces grises, los ojos de Yermén lucen inevitablemente agotados frente a una lucha solitaria que ya lleva toda una vida. Sin embargo, ella jamás especula con la compasión de los demás ni pretende presentarse como una víctima. En lugar de ascender hacia el típico clímax de intensidad, el relato elige ir apagándose de a poco, mimetizado con la templada resignación que asume la protagonista cuando entiende que aún le falta mucho para lograr su objetivo. Y entonces ella simplemente nos deja. Abandona la película para seguir su camino, dueña de una dignidad implacable.