Honestidad brutal
Se habla demasiado sobre la cuestión de la honestidad en el arte cinematográfico. Se discute sobre la intencionalidad de una película, sobre su posible mensaje, en términos de nobleza o canallada. Es el debate que nos legaron los cahieristas a partir del famoso travelling de Kapó analizado por Jacques Rivette, sombra terrible que se erige para buscar ese plano abyecto que condene a un film. Lo cierto es que hoy, dada la proliferación de atrocidades gratuitas que desfila frente a la mirada inmunizada del espectador, la discusión parece anacrónica y asoma un tufillo a batalla perdida. No obstante, se sigue evocando la cuestión de la moral detrás de la cámara y juzgando su registro como honesto o deshonesto.
La opera prima de Videla y Donoso parte de un tema conocido, el cambio de sexo. El protagonista es transexual, se llama Yermén, trabaja como tarotista en las zonas marginales de Santiago y quiere operarse porque se siente mujer y vive como tal. Un obstáculo es económico; el otro, el peor, es social. Esto queda en evidencia en el diálogo inicial que mantiene con el médico cuyas palabras trasuntan prejuicios rancios, en los profesionales que postergan la decisión con innumerables interrogatorios, como en la mirada de todos aquellos que cotidianamente rodean a Yermén en los suburbios que recorre o en las salas de espera. Sólo Lucha, una entrañable amiga mayor, le dará asilo a sus palabras y le brindará una amistad genuina.
El título obedece a la presencia de otro personaje, sin mayor desarrollo, que comparte la necesidad de una operación como modo de “reinvención” pero con fundamentos estéticos: una simpática morena que desea parecerse a Naomi Campbell.
Lo singular del documental pasa por su tratamiento. Uno de los principales problemas del género en la actualidad es discernir cuáles son las fronteras con la ficción. Es interesante la manera que tienen los directores de asumir esto sin ponerlo en tensión, de tornarlo natural, sin estallidos formales ni falsos espectáculos. La honestidad, en este caso, pasa por “armar” escenas propias de un melodrama y registrar momentos con ojo documental sin la obligación de hacer explícito el supuesto trauma que genera ese cruce. Como espectadores, nos queda aceptar el pacto y buscar, caer en la ilusión de un centro que no aparece nunca. Este es el juego al que nos invitan. De este modo, nunca hay una idea de completitud sino líneas enunciativas de fuga. Por un lado, la mirada “alcohólica, triste y rabiosa” de Yermén cuando filma con su propia cámara, que instala un registro poético a partir de los tonos que utiliza para verbalizar las imágenes; por el otro, el acento narrativo puesto en una historia de amor cuyos ribetes parecen cercanos al universo melodramático de Risptein; sumado a lo anterior, el periplo por conseguir la tan ansiada operación.
Si uno de los inconvenientes en este tipo de propuestas fronterizas es la sospechosa pose de los personajes ante la cámara o la evidencia del cálculo (cuestión inherente a todo documental si se quiere), el atributo anómalo que singulariza a esta película es su brutal honestidad a partir de la voluntad por no hacerse cargo de ello. De este modo, Yermén caminará, avanzará sobre la cámara hacia el final mientras los transeúntes observan sin pudor el dispositivo cinematográfico, sin que los directores los reten, los expulsen o digan “corte”. En todo caso, la búsqueda transcurre por el desafío de mantener la naturalidad frente a la lente sin gritarlo ni exigirlo.