El final de una saga cultural global
Unos 15 años después de su nacimiento, la serie de manga Naruto que luego fue adaptada al animé, vendió alrededor de 200 millones de copias en el mundo y dio origen a una franquicia que incluye novelas, videojuegos, series y películas. Superó ampliamente los límites de Japón para convertirse en un fenómenos cultural global.
Este es el décimo y último film de la saga centrada en el joven Naruto Uzumaki, un protagonista tan despistado en cuestiones del amor como decidido y valiente a la hora de combatir el mal y demostrar que no es un ninja del montón dentro de su aldea.
En el manga, Naruto compartía aventuras con Sasuke hasta que este partió hacia otras tierras y se convirtió en su enemigo. Luego de concluido el duelo entre ambos personajes, Naruto disfruta de un período de paz y de la admiración de los jóvenes de su pueblo, entre las que se cuenta Hinata, enamorada del héroe desde siempre y a la espera que se de cuenta de sus sentimientos.
Pero además de la multitud de admiradoras que impide que la relación se produzca, la Luna se empieza a acercar a la Tierra por obra del villano Toneri, que para completar el cuadro adverso, secuestra a Hinata, lo que va a determinar que Naruto no sólo tenga que encontrar una salvación para el planeta, sino que lo hará descubrir que la chica es el amor de su vida.
Más allá de los pormenores de la saga y que la lírica del film tenga que ver con el Japón –en donde interviene el shintoismo, los espíritus y una particular relación con la naturaleza–, sin renunciar a las batallas espectaculares propias de género con un antagonista de peso como Toneri, la película está centrada en el amor que se impone por sobre todo, un tema universal y entendible para todos los públicos, aunque hay que decir que el relato muchas veces puede resultar críptico para los no iniciados en el universo del manga.
Lo cierto es que si bien no alcanza la profundidad y la poética de Se levanta el viento, la película con la que el maestro Hayao Miyazaki se despidió del cine, es casi un milagro que dos obras fundamentales de la animación japonesa lleguen en el mismo año a la atomizada cartelera cinematográfica argentina.