Serás lo que debas ser o no serás nada
Hay formas y formas de escaparle a la vida rutinaria. La que tiene Woody Grant (estupendamente interpretado por Bruce Dern) es huir de su hogar y de su verborrágica esposa. Así lo muestra la primera imagen de la película antes de que David, su hijo, lo rescate en la ruta. El director Alexander Payne vuelve una vez más sobre la idea del viaje como recurso para desenmascarar identidades y con personajes cuyo dilema pasa por moverse o estancarse dentro del entorno que les toca.
En algún punto, el asunto remite a Una historia sencilla de David Lynch. Sin embargo, allí el móvil de la insólita travesía era recuperar el afecto de un hermano; aquí es el dinero. Woody quiere ir sí o sí a Lincoln, Nebraska, porque dice haber ganado un millón de dólares pese a que sus hijos intentan persuadirlo de que es un embuste publicitario. No es un dato menor. Esta pequeña historia de tensa calma se disfruta como experiencia estética (extraordinaria la música de cuerdas que acompaña la geografía desolada fotografiada en blanco y negro) pero también tiene bastante por decir. Lo bueno es que no lo grita ni lo subraya y lo transmite en sutiles pinceladas que se trasuntan en breves diálogos, miradas y pequeñas acciones. Vivir en Billings, Montana, no es fácil. Tampoco lo es en los lugares que los personajes recorren tratando de refundar un sentido para un pasado gris, anodino. Una adorable anciana dice en un determinado momento “sucede a una edad temprana aquí. No hay mucho más que hacer. Estos niños viven mirando traseros de vacas y de cerdos”. Y en efecto, la galería de personajes estáticos que desfilan, impávidos, sólo se concentran en hablar de autos mientras miran un partido de fútbol americano por televisión. No obstante, lo único que quiebra la monotonía es la creencia de que Woody es millonario; es ahí cuando todos se alteran en torno a esa posibilidad. El dinero es el único móvil de salvación pero afrontar que no se lo tiene es aún peor.
Nebraska habla también de la dificultad de restituir lo que nunca existió: una familia, el lugar de la infancia, la felicidad. Sin desdeñar el absurdo como vía humorística, detrás de la gracia de los personajes se encuentra el dolor, la frustración de una vida que pudo ser, las cicatrices de una guerra y un cuerpo que apenas aguanta moverse. El único que se apega a la falsa ilusión del padre es David. El sabe que el viaje debe hacerse porque, más que el dinero, hay una cuestión que se vincula con el descubrimiento interior, con la fuga hacia otra realidad menos asfixiante. Para él también es una forma de huir de un trabajo en el que apenas puede vender algo en medio de una crisis galopante. El otro costado de la familia, la madre y Ross, representan la productividad, el ocupar el tiempo. El resto de los personajes se mueven en el terreno del disparate cuando ponen en evidencia sus intereses, pero no dejan de ser muy simpáticos.
Así de honesta se muestra la última película de Payne, sin poses manieristas ni excesos de ridículos gags. Con su moderación, conjuga una mirada sobre la vejez pero también sobre los efectos del capitalismo.