Nebraska

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El encanto de perderse en un film

Desde lo inmediato, hay un recuerdo de cine que en Nebraska este cronista revive: las ganas de que la película no termine. Otro tanto sucedía con Entre copas, del mismo Alexander Payne. En aquel caso, Paul Giamatti era uno de los motivos. Aquí pasa otro tanto con Bruce Dern. No por ser exclusivamente admirables -de hecho, lo son-, sino por aparecer como el eje perfecto de sus películas.

Nebraska, esencialmente, es una historia de padre e hijo. Hay un millón de dólares que Woody (Dern) insiste haber ganado. Para ello, hay un viaje a realizar al que uno de sus hijos, David (Will Forte), finalmente accede. No es ningún millón de dólares, sólo un anuncio de publicidad tramposa. Pero Woody está algo perdido, y no hay modo de hacerle entender lo contrario. Le complementa una esposa de ceño fruncido, voz chillona, temperamento desatado (June Squibb), quien le recrimina lo loco y viejo que está. El viaje a Nebraska, entonces, como túnel del tiempo.

Porque antes de llegar, será menester atravesar el pueblo de toda la vida, con sus amistades y amores pretéritos. Un reencuentro del que no se sabe hasta qué punto Woody es conciente -tan ambigua, brillante, es la caracterización de Bruce Dern-, mientras quien descubre el pasado, así como a su propio padre, es David. Algo similar ocurría, dado el caso, en ese otro viaje de vida -narrada desde la voz amorosa de Albert Finney- que es El gran pez, de Tim Burton.

Entre el silencio obcecado de Woody y el parloteo de su esposa se cifra algo complejo, sólo posible de ser alcanzado en este periplo de reencuentro, en este intento -para David- de develación. Porque, ¿cómo puede ser que estén juntos? "A mí me gusta coger, ella es católica". Ése es el cálculo y justificación que el propio Woody hace de su historial como padre, de su cantidad de hijos. David, atónito. Pero nada es lo que parece, porque hay algo muchísimo más enorme, que la caricia sobre el cabello despatarrado de Woody ella profesa.

En medio de todo esto, Woody aparece como luminaria devuelta a su ciudad, a pesar suyo, incapaz de ocultar el premio que le aguarda. Y despierta, así, las intenciones peores, a veces mejores, de quienes le rodean. Su silencio inmaculado, de pocas palabras, enaltece una dignidad que la película se ocupará -como sólo el cine puede- de validar.

Nebraska está filmada en blanco y negro, con lo cual recuerda que la elección del color debiera ser siempre estética. No hay modo de pensarla diferente. Con sus planos encontrados en el azar, entre fachadas, árboles, graneros, rutas, bares. Dan ganas de estar allí y de irse de allí. La apacibilidad figurada no es necesariamente atractiva, finalmente develada como ciénaga donde quienes quedan, parece, gustan de chapotear.