Al comienzo de la película vemos a un anciano encorvado que deambula con paso lento y cansino, como inmerso en un trance hipnótico. El movimiento por el movimiento mismo cobra fuerza en esta primera escena despojada y a su vez tan emocionalmente intensa. Pero la policía irrumpe y nos trae a la realidad cotidiana, más aún cuando aparece en la comisaria el hijo de este viejito quién parece tener la costumbre de escaparse de su casa y caminar sin rumbo.
Pero al cabo de un rato nos damos cuenta que Woody (interpretado por un extraordinario Bruce Dern) no camina sin rumbo, sino que va en busca de un falso sueño: un millón de dólares. El alzheimer mezclado con el alcohol y la desidia logran que Woody actúe impulsivamente buscando algo o a alguien que logre sosegar tanto vacío existencial.
Muy alejada del mainstream la película ausculta el interior profundo de los EE.UU. donde se notan los resabios de la crisis, donde el sueño americano agoniza y no hay cabida para grandes lujos, solo vemos a gente trabajadora tratando de subsistir. Aquí a los personajes se les nota el paso del tiempo, tienen vicios, están enfermos, se pelean entre sí… son tan reales e irregularmente “normales” que podrían formar parte de cualquier familia.
En el universo Payne todo funciona, las relaciones fluyen con total naturalidad al igual que la estructura narrativa y el ambiente está imbuido por una melancolía lírica (seguramente la fotografía en blanco y negro tiene mucho que ver) que se amalgama en todo instante con un humor equilibrado y catártico.
A partir de una premisa tan sencilla Alexander Payne narra una road movie conmovedora y de un grado de sensibilidad pocas veces visto en el cine estadounidense. Una historia sensible, pero no sentimentalista, donde hay tópicos reiterados pero no clichés, donde las miradas significan más que las palabras y la honestidad se respira en cada fotograma.
Por María Paula Rios
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