Nebraska, el nuevo filme de Alexander Payne, se aleja de los estándares del cine hollywoodense y compone el retrato de la masa silenciosa que habita Estados Unidos, y su pobreza espiritual.
En un período signado por el exceso y la velocidad, ver una película de Hollywood sin cocaína, mujeres desnudas, millonarios inescrupulosos y psicópatas es una anomalía. La regla pide profusión de efectos visuales y exhibicionismo psicológico: realidad anabólica en 3D y personajes narcisistas.
Nebraska debería ser leída como la intrusión en pantalla del gran fuera de campo del cine mainstream estadounidense. Aquí se ve y es protagonista la masa silenciosa que habita Estados Unidos. La pobreza espiritual es espantosa, y el estándar económico de un vasto número de pobladores no alcanza para paliar la escasez simbólica que los determina. Todos los personajes de Nebraska festejan el presunto millón de dólares que un mecánico retirado y ex combatiente de la Guerra de Corea cree haber ganado en un concurso de una revista. Los juegos de azar y los concursos constituyen una metáfora primitiva de un sistema económico que se regula mágicamente por una mano invisible.
Alexander Payne circunscribe su relato a una obsesión. Woody Grant (extraordinario trabajo de Bruce Dern) tiene dos hijos, vive con su esposa (June Squibb, notable), de carácter fuerte, en Billings, y transita su insignificante jubilación con indicios de un peligro en ciernes: el Alzheimer. Los tres planos iniciales funcionan como un riff que se repite y define a Nebraska: Woody camina en la banquina de la ruta rumbo a Lincoln, hasta que alguien lo rescata. Según él, tiene que cobrar un premio millonario cuyo vencimiento apremia.
Las panorámicas de la ruta y pueblos aledaños funcionan como un protagonista secundario. Vastedad sin misterio desprovista de horizonte, aquí no hay ningún lugar adonde ir para cambiar de vida.
Uno de sus hijos accede a llevarlo a cobrar el premio. En algún momento, a mitad de camino, visitarán a unos familiares en Hawthorne, donde Woody nació y creció; más tarde se sumarán al periplo su otro hijo y la mujer de Woody. El encuentro familiar, por cierto, implicará también visitar viejos conocidos. El rumor de que Woody es millonario se convertirá en noticia, y un pequeño pueblo vivirá el devenir millonario de Woody como un triunfo colectivo.
Payne sugiere y no subraya. Una sola línea alcanza para entender por qué estos personajes gastan su tiempo frente al televisor, en el karaoke o tomando cerveza como una práctica deportiva: "Esta economía ha destruido a Hawthorne", dice uno de los personajes. También puede ser suficiente una lectura irónica de un monumento nacional: en el viaje, padre e hijo se desviarán para ver el Monte Rushmore. La interpretación de Woody sobre el monumento es más que relevante, acaso un inesperado espejo de su propia vida.
La austeridad sentimental elegida por Payne no proscribe algunos instantes de legítima ternura. Si el final es un poco forzado, ver al hijo escondido en una camioneta para que su padre maneje por las calles de su viejo pueblo compensa la resolución del filme. Un solo gesto en el momento preciso sintetiza el invisible lenguaje de los sentimientos.