No, no puedo escribir, aunque lo intente, sobre Necronomicon. No el Necronomicon de la poderosa obra de Howard Phillip Lovecraft, escritor maldito y ápice de lo macabro en todo su esplendor de oscura belleza. Ese libro, aun teniendo relación con la película argentina del mismo nombre, queda afuera porque el foco es la justicia sobre el cine. Si es que aquella existe, teniendo en cuenta a este humilde servidor que intenta, de corazón y con nobleza, transmitir su visión total. Pero cuesta, aún no puedo. Para ir entrando en calor voy a hablar de otro cine, de otros directores, de todo lo que pueda relacionar con lo malo, lo que me desagrade y descalifique. Eso ayuda, pero sobre Necronomicon no puedo: para eso hay que esperar.
De chico veía de todo. Todo me gustaba. O casi todo. Con el tiempo templé mis preferencias y fue en la adolescencia que descubrí, más allá de la cinefilia que venía arrastrando desde muy pequeño, qué era lo que me molestaba de cierto cine. Nunca me sentí cómodo con la Nouvelle Vague, a decir verdad. Puede que algo me agrade, pero no, no puedo relacionarla con un ejercicio cinematográfico puro. Me aburría, me aburre y me aburrirá siempre. Entiendo su importancia histórica y su contexto necesario. Son formas opuestas a Hollywood, que sirven obligatoriamente para que esta megaempresa no se vuelva un modelo totalitario. Me gusta Godard y su Sin Aliento (Á Bout de Souffle, 1960), pero aborrezco Disparen sobre el Pianista (Tirez sur le Pianiste, 1961) de Truffaut, por dar un ejemplo. Me aburren soberanamente Rohmer y Chabrol, por citar los más conocidos. Quizás el clasicismo que amparo sobre mis venas tira más. No sé. Tal vez mi primitiva mirada clásica opaque sus virtudes y pase un buen tiempo hasta amigarme con esta corriente cinematográfica rupturista. Pero lo malo que tiene la Nouvelle Vague no es lo malo de Necronomicon. Es otra cosa. Aún no puedo llegar a ello. Voy bajando peldaños, hasta llegar a lo más bajo de la escalera.
Se me viene a la mente una de las peores cosas que le pasaron al cine (y a la humanidad): Persona (1966) de Bergman. Con decir que lo único bueno que filmó este soporífero director fue La Hora del Lobo (Vargtimmen, 1968), teniendo en cuenta su vasta filmografía, entendemos que su obra es devastadoramente nociva para los humildes espectadores. Sus alegóricas fábulas masturbatorias sobre la identidad, la vida, la muerte y otras pavadas trascendentales y pedantes esquivan la posibilidad de ser cine.
Persona es, sin ir más lejos, una película donde dos mujeres hablan como si fueran robots autómatas. Y Bergman las filma, o hace que las filma para el cine y juega un rato, se aburre (nos aburre), pero nunca apaga la cámara. Lo intrascendente puede ser trascendental, o algo así. Igual, nadie entiende qué pasa en esta película o en su cine. Da lo mismo. Puedo seguir, pero no quiero aburrirlos con mis traumas de adolescencia tardía. Sigo bajando escalones hasta toparme con lo más bajo del cine.
Podemos citar cualquier película de Lars Von Trier, director de films antipáticos, cargados de una naturaleza culposa y un pesimismo superfluo como para empatar con el zonzo citado hace un párrafo. Lars Von Trier jamás podrá hacer una película tan inquietante y sobrecogedora como La Hora del Lobo. A diferencia de Bergman, Von Trier es más actual, y su cine exhibe años de atraso. Lo que aborda constantemente pudo ser polémico en los 70, obteniendo cierto prestigio por su inherente necesidad de regodearse en el morbo, en el sufrimiento ajeno. Contra Viento y Marea (Breaking The Waves, 1996) y Bailarina en la Oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) son dos ejemplos claros. Un enfant terrible que no escandaliza a nadie.
Esa mirada cínica que juzga a toda la raza humana no ejecuta la nobleza autoconsciente de, por ejemplo, un Kubrick, quien adornaba sus distopías con una misantropía que no lo excluía en absoluto. Von Trier mira de lejos a sus seres y los lanza a un abismo que lleva directamente a los infiernos de la moral. Con subrayados y todo. Nombro a Von Trier e inmediatamente me pongo en guardia, como los gatos. Es EL enemigo actual del cine. Pero algo me dice que no llego a Necronomicon; solo faltan unos escalones cuesta abajo.
Se preguntarán quizás qué tiene que ver todo esto con Necronomicon, película en la que aparentemente hay que poner el foco de atención. Ya vamos a llegar a eso. Aún no puedo hablar de ella, de lo mala que es, de lo indefendible y poco ajustada al universo del cine (bueno, algo surge).
Pero dejemos de lado este tipo de cine. Hay otro tipo de malas películas. Una de ellas es Payasos Asesinos del Espacio Exterior (Killer Klowns from Outer Space, 1988), bizarra pesadilla coulrofóbica dueña de un culto inexplicable. En ella una horda de payasos, como reza el título, viene de los confines de la galaxia para arruinarnos la vida. Ese culto antes mencionado parte de una vertiente reaccionaria que idealiza cualquier cosa referente a los 80. Payasos Asesinos… puede ser célebre por lo delirante pero es terriblemente mala. Nada se puede rescatar a excepción de su absoluta irresponsabilidad. Es entonces el tono lo que nos compra. Esa entrega en solfa divide la visión del espectador que acepta su gen de slapstick gore sin ignorar el pésimo resultado. Es malísima, pero divertida. Juega a una autoconsciencia para nada cínica. Necronomicon no sabe jugar más que a intentar ser un film.
Sigo descendiendo, tropiezo con un escalón que me sitúa en lo más profundo de las miserias cinematográficas. La escalera me deja ver el horror. No el horror inherente al origen del género, sino a la concepción cinematográfica. Llegamos inevitablemente a Necronomicon, el Libro del Infierno.
Reitero, dejemos a Lovecraft de lado, no se merece estar en este texto para nada amigable, demasiado odioso pero justo al fin.
Costó llegar a ella porque me es difícil asociarla al cine. Estar presente en una sala y tenerla ante los ojos provoca pudor. Su factura pide a toda costa un lugar en el mundo, pero por sus impericias enormes y su poca humildad llega al nivel de una obra propuesta por estudiantes.
La ¿película? profesa la posibilidad de que en Argentina exista la única copia del libro que le da título. Luis, un bibliotecario apasionado, es el encargado de encontrarlo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Iniciada la aventura aparece una (muy mala) actriz que hace de femme fatale pero le aplica terribles llaves con las piernas a los malos de turno, un Federico Luppi con cara digital que no se parece en nada a Luppi y una inválida, hermana de Luis, que tira frases solemnes y crípticas con una sobreactuación teatral que raya el ridículo. Los (d)efectos especiales generados por computadora nos hacen pensar que estamos viendo la presentación de algún videojuego de principios del 2000.
Necronomicon se halla en ese infierno de lo anticinematográfico. Todo en ella irrumpe vergonzosamente de manera amateur, deficiente. No hay lógica absoluta pero tampoco irresponsabilidad, en tanto su tono solemne incita al sueño. Los personajes actúan y se mueven dentro de una (pobre) puesta en escena, de manera errante. Los roles de Diego Velázquez y Daniel Fanego -suponemos que necesitaba el dinero – son los únicos que parecen tener un propósito. El resto sobreactúa mientras el director desorienta a todos (incluidos nosotros) entre elipsis y elipsis, con tal de que su película siga marchando. Por momentos dejamos de creer que la intención sea rendir homenaje al genio del terror literario. Nos sentimos estafados, burlados. Hay una escena de masturbación gratuita, y otra de sexo en las escaleras que parece una mezcla poco eficaz de dos escenas de sexo que ya vimos: la de La Novena Puerta (The Ninth Gate, Polanski, 1999) y la de Una Historia Violenta (A History of Violence, Cronenberg, 2005).
El camino que me llevó poder hablar de este intento de film -imposible, aburrido, mediocre, eterno, ridículo- habrá sido largo, pero fue necesario. La diferencia entre todo lo nombrado anteriormente y esta cosa es que las otras películas y los otros directores creen en lo que hacen. Hay una visión allí: no importa si las alegorías de Bergman nos saturan, o si las de Truffaut nos aburren, o si la película de los payasos asesinos nos obliga a aceptar su condición de mala para poder disfrutarla. Dichas obras nos transmiten, parcial e involuntariamente, la sensación de que fueron creadas con un ideal y una legítima autoconciencia personal para cada realizador. Necronomicon es todo lo contrario: cree ser muy cool, con su look dark y su onda gótica porteña berreta en busca de una identificación desesperada y condescendiente con quienes puedan gustar de ella. Su postura esteta ante cualquier otro valor tampoco ayuda, desalentando la posibilidad de creer que en Argentina el cine de terror tenga el renombre que se merece. No hay nada interesante, ni simbólico ni intertextual; solo una mirada al género desde su costado más superficial y basura, por momentos risible.
Indignado, pero feliz de advertir los créditos finales, vuelvo a subir las escaleras. La tortura duró hora y media, pero para mí fue una eternidad.