“Rápido y furioso” le saca ventaja
Ya era raro que en plena época en la que cualquier best seller adolescente, juguete, serie y/o juego de PC puede adaptarse a la pantalla grande, nadie se hubiera fijado en la saga Need for Speed. Hasta que alguien entrevió el negocio detrás y lo hizo. El problema del traspaso al cine del simulador de carreras de autos más famoso del mundillo gamer, creado a mediados de los ’90 por la compañía EA Sports, es justamente ese: la obviedad de la concepción mercantilista, la creencia en el poder de atracción y evocación de una marca reputada como título, el consecuente descuido por las formas ejemplificado en una narración espástica y una serie de escenas de acción que de acción tienen poco y nada, la marginación de la esencia de la materia basal. Porque una adaptación de este tipo pedía a gritos un grado de octanaje, fisicidad y explosividad que aquí no hay.
Lo que hay, en cambio, es una historia de revancha con un dramatismo de pacotilla insuflado a fuerza de música y sobreactuaciones, que comienza con el hijo (Aaron Paul en plan emo símil Jesse Pickman) de un reconocido piloto recientemente fallecido a punto de perder su taller mecánico por una deuda a priori imposible de saldar. Esto hasta que otro piloto, ex amigo devenido en traidor, le ofrece un negocio imposible de rechazar: reparar –y tunear– un poderoso Ford Mustang. Y de paso arreglar viejas diferencias pisteando un rato. El malo es tan pero tan malo –el maniqueísmo es norma– que no vacila en generar un accidente fatal para uno de los buenos, empujando al protagonista a la cárcel. Dos años después, y a más de una hora de los créditos iniciales, llega, al fin, el planteamiento del conflicto central: ver quién la tiene más larga corriendo en una prestigiosa carrera de autos lujosos. Carrera que se disputará exactamente en la otra punta del país, convirtiendo al film en una road movie.
Dirigida por el desconocido Scott Waugh (su único antecedente es la patriotera y aquí inédita Acto de valor), NFS luce anacrónica y envejecida, sobre todo a causa de la autoconciencia emanada por la saga Rápido y furioso. Es cierto que en ambos casos la hidalguía se emparda con la capacidad de maniobra y las cosas se arreglan con hechos detrás del volante antes que hablando, pero mientras Vin Diesel y el resto de la troupe se pasean con gracia y despreocupación en películas vaciadas de cualquier sentido más allá de la pulsión física del destroce de fierros, el ex Breaking Bad y sus camaradas lo hacen apresados en el psicologismo barato de una serie de sucesos traumáticos de cajón según los cuales la conducción es un medio expiatorio antes que un fin en sí mismo. Aburrido y eterno (¡130 minutos!), el film preanuncia, desde su mismo título, cuál es su principal necesidad insatisfecha.