Neruda

Crítica de Francisco Nieto - CineFreaks

El fantasma uniformado.

Neruda, la película dirigida por Pablo Larraín (Post Mortem, No, El Club) centrada en los años de clandestinidad del poeta, escondido por todo el país junto a su segunda mujer, Delia, tuvo una excelente acogida por parte de la crítica en el pasado festival de Cannes (mayo 2016).

No es una biografía (en todo caso un pedazo de “antibiografía”, según definición del propio realizador), en la que todo ocurre durante el verano de 1948 cuando Pablo Neruda (Luis Gnecco, actor chileno de teatro, cine y televisión), senador de la república, en una sesión del Congreso acusa al gobierno chileno de traicionar a los comunistas, lo que provoca que el presidente, el dictador González Videla –con el que había colaborado el que más tarde sería Premio Nobel de Literatura en la campaña electoral-, le prive del aforamiento y ordene su busca y captura. Mientras la pareja huye, saltando de una residencia a otra, perseguida por el siniestro y patético prefecto de la policía (Gael García Bernal, Y tu mamá también, Diarios de motocicleta), Neruda comienza a escribir el “Canto General”.

El punto de partida de este trabajo sugería un intento de condenar los terribles actos llevados a cabo en el seno de la Iglesia, pero Larraín nunca parece estar interesado en hacer lo que se espera, sino en llevar al espectador por caminos que hasta ahora no ha transitado, o al menos no de la manera que sugiere. De esta forma, transforma sus propuestas para que se desmarquen de la apariencia, explorando senderos puramente cinematográficos. Si en El Club era el tono –parte esencial de la atmósfera– el elemento fundamental de la experiencia, en Neruda la pieza clave es la mirada, el enfoque conceptual que se le da a un punto de partida que, en manos de otro, no habría pasado del biopic convencional.

En paralelo las dos vidas de perseguidor y perseguido que no llegan nunca a cruzarse, tan solo se intuyen cerca, y con la historia narrada por la voz en off del actor mexicano Gael García Bernal, este relato de las aventuras de un Neruda bebedor, putero, fumador de opio y bardo genial, mezcla realidad y fantasía sin establecer distinciones entre ambas, con guiños al surrealismo (Buñuel) y al cine negro (Hitchcock), tiene más en cuenta lo que el poeta representa en el imaginario chileno que los hechos propiamente históricos.

El resultado es un regalo para la vista, un poema visual “tejidos de escenas cortas, insólitas, caústicas y soñadoras” (Cécile Mury, Télérama): disfrazado, Neruda recita su Poema 20 en una fiesta que más parece una orgía, en unos urinarios se burla de su adversario político…

Angustiado, sabedor de antemano del fracaso, llegando siempre demasiado tarde, el policía es un personaje de una pieza, “casi como el malo de un comic” que se traslada de la fontanería del poder en la capital Santiago hasta la cordillera de los Andes, siguiendo la estela de magia y fascinación que Neruda va dejando a su paso. En una de las casas, le deja también un libro.

“La caza a Neruda es como el ensayo general del drama político que se avecinaba en Chile y que Pablo Larraín ha escrutado en todas sus películas. De alguna manera, un tal Augusto Pinochet, al que vemos dirigiendo un campo de concentración de prisioneros, esperaba su hora. La de matar la poesía”.