La prepotencia de la palabra
Lejos de ocultar su fascinación por la ficción como recurso narrativo, el director chileno Pablo Larraín construye un policial lírico camuflado en el disfraz de la biopic para marcar un punto de inflexión en un género siempre acorde a la anarquía del almanaque y al respeto por el bronce.
Neruda se hace grande no por lo que representa la figura del poeta y su causa política, no por su etapa clandestina o su espíritu lúdico al deambular por las calles chilenas en épocas donde la lucha contra el comunismo era la única melodía que se podía escuchar. Todo lo contrario Neruda se hace grande por la mirada de los otros, por la lectura de sus poemas de amor desesperados, en definitiva porque no hay forma de matar al poeta si no se logra que se lo olvide.
En ese sentido, es adonde Pablo Larraín le encuentra la vuelta a un guión literario que articula perfectamente una pesquisa policial, una persecución por paisajes ideales para la poesía visual y bucea en algunos rasgos y datos históricos sobre el poeta chileno, con la distancia justa para no dejarse arrastrar por su personaje y dejarlo al borde de la caricatura para que todo lo demás que lo rodea lo complete.
Y lo hace con absoluta conciencia y riesgo al ponerlo a la par de su antagonista, un detective extraído de cualquier policial negro, persona y personaje a la vez, y a la deriva en su fuga. El policía encarnado por el mejicano Gael García Bernal no sólo se fuga de la sombra de su padre, también policía, sino de su sentencia de rol secundario en una aventura como la que plantea su perseguido.
La distancia de Pablo Larraín y su intento de salirse de lo convencional queda plasmada en la secuencia del acalorado debate político del Senador comunista Pablo Neruda y sus colegas en el baño, mientras lavan sus manos y sacuden sus palabras. La política resumida en un duelo dialéctico y retórico completamente alejado de la realidad puertas afuera y del sufrimiento del pueblo sojuzgado, con eso basta.
¿Qué debía hacer un artista antes que un político? Ese es el dilema que sobrevuela sobre el Pablo Neruda público, antes y durante su aventura clandestina. Por eso Neruda asume el riesgo de no respetar el código de una biopic, recurso parecido al que el mismo Larraín emplea en la todavía no estrenada Jackie. Toma fragmentos de biopic para impregnarlos de lírica; recupera el poder de la ficción para reflexionar sobre las formas de representar y escudriñar entre el mito y la persona.
No hay otro protagonista en este opus que la prepotencia de la palabra contra la prepotencia de los brutos. Tal vez a eso se deba la omnipresencia de la voz en off del detective, otro narrador implacable que parece desnudar al Pablo Neruda libertino y cual Salieri para Mozart es capaz de reconocer su secreta admiración por el ingenio del artista y esas pistas que deja a lo largo de su persecución. Quizás el legado no sea otro que convertir a la propia vida en una novela, sin buenos ni malos pero siempre persistentes ante el olvido.