¿Por qué será que muchas películas argentinas que hablan de la Historia eligen un tono grave y tan poco verosímil? No aspiro a creer sin más en lo que está pasando en la pantalla: soy consciente del carácter de construcción y artificio del cine. Pero frente a películas como Ni dios, ni patrón, ni marido, me parece estar viendo una obra de teatro filmada (o de mal teatro, en todo caso): los actores declaman y abusan de los gestos grandilocuentes; muchas escenas, con su esquematismo y aire pintoresco, hacen acordar a las calcomanías que traía Billiken para pegar en el cuaderno de la primaria; todo el tiempo parece que los personajes se están jugando el destino de la patria, como si su vida no fuera más que una sucesión de cuadros dramáticos donde no hay lugar para lo cotidiano; los temas (las películas históricas suelen ser películas “de temas”) son puestos en discusión mediante diálogos groseros que no dejan resquicio a la ambigüedad, como si los guionistas tuvieran miedo de que algún espectador se quede afuera del debate.
Sin embargo, Ni dios, ni patrón, ni marido tiene algunos puntos fuertes. Uno es la presencia de Eugenia Tobal, figura televisiva a la que todavía no se la nota del todo cómoda frente a la cámara de cine (algo similar le pasaba en Soy sola). Tobal, además de una de las mujeres más lindas de la Argentina, es dueña de una presencia imponente que solamente alcanzan a opacar los diálogos torpes impuestos desde el guión (en esos casos, Eugenia parece un monstruo –bellísimo– de dos cabezas: una actriz de cine que habla como una intérprete de teleteatro). Otro acierto de la película tiene que ver con la precisión que se demuestra a la hora de elaborar un discurso político: las mujeres anarquistas de la película de la catalana Laura Mañá luchan por la emancipación del género sin ceder a las presiones de otros movimientos de izquierda que pugnan por una revolución social de carácter más extenso (claro, esa extensión implica mantener a la mujer en una posición siempre marginal). Pudiendo decantarse por algún tipo de conciliación tranquilizadora, la película se mantiene inquebrantable en su postura: la liberación de la mujer (muchas de las cuales dependen del éxito del diario anarquista La voz de la mujer) y el programa de los partidos y movimientos revolucionarios de fines de siglo XIX no son compatibles, y quizás el triunfo de esos movimientos hasta necesite del fracaso de los reclamos del periódico. En eso, las protagonistas no ceden ni un ápice: con la militancia y prédica anarquista como principales herramientas, niegan cualquier posible acuerdo con las estrategias políticas del socialismo.
A pesar de esos logros, hay momentos concretos en los que la película de Mañá revela su fracaso irredimible. Se trata de las escenas de ópera, en las que la exageración y el dramatismo alcanzan picos impensados en el resto de la trama. Ese exceso musical, físico y sentimental, es justamente lo que le falta a Ni dios, ni patrón, ni marido: Mañá está contando una historia que transcurre en pleno Romanticismo, acaso la última época donde el exceso y la profusión en el arte estuvieron bien vistos (en este sentido, cineastas como Favio o Coppola son artistas netamente románticos), pero la directora opta por la figurita escolar, por los diálogos didácticos y por maniqueísmos que hacen poco y nada creíble el relato. Entonces, el resultado final no es ni un retrato fidedigno y contenido de la Historia, ni un exceso feliz y despreocupado de las emociones. Entre los muchos méritos de la italiana Vincere está el ser una película histórica que se le anima a los excesos y a lo pasional, algo que el género comúnmente desdeña (quizás porque se entiende que la Historia es cosa seria, grave, solemne). En cambio, en Ni dios, ni patrón, ni marido la directora apuesta a los subrayados y a la declamación de los temas pero siempre en función de una solemnidad frígida, impostada, que nunca alcanza un vuelo verdaderamente cinematográfico como lo hace la película de Marco Bellochio. Así las cosas, todo se resume en una cuestión de credibilidad: le creo más a Vincere con todos sus excesos, estallidos pasionales y licencias históricas que a Ni dios, ni patrón, ni marido con sus intentos de pintar una época a la manera de una clase escolar.