Entre el drama familiar y el policial, la nueva película del director de “La señal” no logra ser más que la suma de sus partes. Pese a su elenco de notables intérpretes (Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Dolores Fonzi y Federico Luppi), el filme no alcanza a generar la tensión ni el suspenso que su interesante premisa promete.
NIEVE NEGRA es una película fallida, problemática, que nunca termina de funcionar. Una historia potencialmente interesante en los papeles que, por debilidades de guión, de puesta en escena y de dirección actoral, nunca construye demasiada tensión real pese a una premisa que se plantea inquietante y misteriosa. Es una idea en busca de una historia, una historia en busca de una película, un producto que no hace mucho más que transcurrir, ofreciendo apenas algunos indicios de lo que pudo haber sido.
Es difícil poder determinar exactamente qué es lo que falló en NIEVE NEGRA. No es, como en el caso de KOBLIC, una película complicada y problemática ya desde el punto de partida, y en la que a los problemas temáticos e ideológicos se suman otra serie de impericias de orden técnico o de construcción dramática. No. La película de Martín Hodara no termina de funcionar porque siempre es un poco menos que la suma de sus partes. Son detalles, acaso, pero los suficientes, como para que el combo no funcione, nunca crezca del todo. Imaginen una receta, o un plato de comida, donde los elementos utilizados son separadamente nobles, pero que en la cocción se pusieron demasiado tarde, o temprano, con más o menos sal, o acaso en algún punto el cocinero se distrajo, se puso a mirar Facebook y se olvidó de revolver el guiso…
NIEVE NEGRA cuenta la historia de Marcos (Leonardo Sbaraglia), un hombre que vuelve de España a la Patagonia tras la muerte de su padre, un tipo duro, huraño y violento, por lo que se ve en los flashbacks que interrumpen constantemente la narración. El es un hombre pragmático y un tanto distante que llega con Laura, su esposa española (Laia Costa), que es menos inocente que lo que parece. Allá se reencuentra con sus dos hermanos, que no solo siguen viviendo en el helado sur, si no que quedaron claramente marcados por un hecho violento que sucedió en su infancia: la muerte de otro de sus hermanos en un accidente de caza. A tal punto ese hecho los ha marcado que su hermana menor (una desaprovechada Dolores Fonzi en un papel que parece haber sido recortado en el montaje final) está internada en un psiquiátrico y su hermano mayor, Salvador (Ricardo Darín), se ha convertido en un peligroso y casi intratable ermitaño que vive en una cabaña alejada del mundo.
Pero Marcos debe ir a ver a su huraño hermano mayor, quiera o no, por dos motivos. Por un lado, para depositar las cenizas de su padre al lado de donde está enterrado el niño, hermano de ambos. Y, por otro, para convencerlo de dejar el lugar y venderlo, ya que hay una oferta por ese enorme terreno de millones de dólares que todos podrían aprovechar. El otro personaje que se suma a la trama es un político de la zona (Federico Luppi) que parece ser quien no solo conoce los secretos de todo y de todos sino que opera sobre lo que sucede o deja de suceder en la región. Es –o aparenta serlo, porque es Luppi– el gran manipulador.
Como se podrán imaginar el reencuentro entre los hermanos es áspero y complicado, violento y cargado de tensiones y asuntos no resueltos, que iremos descubriendo con el correr de los minutos. Algunos, se ven venir desde el minuto uno de la película y no resulta demasiado sorprendentes. Con el otro pasa todo lo contrario: la película lo tira a último momento como una sorpresa que se siente un tanto forzada, como intentando pegar un golpe de timón a la narración e impactar al espectador bajo el cinturón sobre el final.
Más allá de eso, el cuento en sí podría funcionar ya que tiene los elementos de una especie de gótico patagónico: el frío, el helado paisaje y los personajes con deudas no saldadas hacen imaginar un crescendo dramático y violento que debería dejar al espectador impactado tanto por la cruenta historia familiar del pasado como por el enfrentamiento de esas fuerzas en tiempo presente. Pero no termina de hacerlo. Es como si Martín Hodara, el director, no se atreviera a poner máxima velocidad y liberar a sus actores de los precisos y determinados pasos a seguir. Y ni la película ni los actores se sueltan. Es como si estuviesen recitando o recreando una historia dramática en la Patagonia desde el escenario de algún teatro céntrico. La cámara no termina por captar la violencia del áspero terreno (a la fotografía se la siente excesivamente electrónica y digital, al menos en la función en la que yo la vi), la tensión no crece como debería (los actores parecen siempre tardar un segundo de más en empezar a hablar), los flashbacks se vuelven un incordio y es solamente el sonido el que logra generar suspenso, apostando por una lógica sonora de película de terror. Lo logra, por momentos, pero no alcanza.
Volviendo al principio: no es NIEVE NEGRA una película en la que nada sea rescatable y todo haya salido mal. No. Es una película en la que pequeñas cosas, pero demasiadas, no funcionaron lo bien que deberían haberlo hecho y el todo se ha resentido. Y encima, claro, está la sombra enorme de EL AURA, una obra maestra de similar registro genérico que, en territorio parecido y con parte del mismo elenco (Darín y Fonzi), se fagocita a esta película desde el primer minuto. Pero tampoco es cuestión de compararla con la que acaso sea una de las mejores películas argentinas de este siglo. De no existir ese fantasma, NIEVE NEGRA tampoco lograría evocar los miedos, tensiones familiares y oscuros secretos a los que intenta acercarse. Se queda a mitad de camino, como un facsimil de sí misma, una idea de una película que pudo haber sido pero no alcanzó a ser.