Heridas que el dinero no puede curar
El frío de la nieve puede ser más cálido que algunas familias. Sobre todo para algunos miembros de ella en particular. En Nieve Negra vemos un poco de eso, una familia marcada por un hecho trágico que se muestra como una incógnita a partir de la primera escena del film.
Sin embargo, el conflicto principal del film ocurre más adelante en el tiempo. Marcos (Leonardo Sbaraglia), luego de la muerte de su padre, llega junto a su esposa Laura (Laia Costa) hasta la cabaña de su familia para tratar, con su hermano Salvador (Ricardo Darín), la venta de los terrenos que comparten por herencia.
Salvador es un hombre de pocas palabras. Vive aislado en el medio de la Patagonia y su silencio se evidencia. A lo largo del film, entendemos que el motivo es por distintos maltratos de parte de su padre y por ese hecho trágico sucedido en su juventud que lo alejó del resto de su familia.
En la venta hay más interesados. Un amigo de la familia (Federico Luppi) le insiste a Marcos sobre la oferta de una minera multinacional por el territorio familiar. Motivos tiene. ¿La cifra? 9 millones de dólares. Ese cruce entre hermanos, en medio de ese paraje solitario e inaccesible, se hace incómodo, tenso y reaviva ese hecho dormido durante años. Por otro lado se encuentra la hermana de ambos, interpretada por Dolores Fonzi, que se encuentra internada en un psiquiátrico. No es parte de la discusión, pero sí es fundamental para entender mucho de lo que hay detrás.
Más allá de algunas incongruencias menores (como por la opinión del padre sobre la oferta antes de su muerte, y porque no pasó por encima de Salvador si no tenían buena relación; o en la torpeza del personaje de Luppi en relación con el dinero), el film construye correctamente el drama familiar. Se encuentra muy bien llevado desde la música y la fotografía, generan una tensión que evoluciona con el paisaje de montaña patagónico y de aislamiento social.
Darín nos muestra un personaje que remite en ciertos pasajes al taxidermista de “El Aura” (2005), además de compartir algunos guiños mínimos, como la cacería y el bosque como escenario principal. Se trata de un personaje desolado y golpeado, con un toque de ternura, muy propio de esos habitantes de montaña.
Ya desde los nombres, el film se muestra convocante y está a la altura de lo que ofrece. También en el personaje de Laia Costa se muestra una importancia que crece a medida que avanza el film, sin embargo, lo hace tan de golpe que asusta. Lo mismo sucede con el argumento. Cuando parece que las acciones van hacia un lado, el volantazo asusta y amenaza con llevarse puesto el film. Sin embargo, el final inesperado lo soluciona, sobre todo con el guiño de ruptura de la cuarta pared en los últimos fotogramas de la película.
¿Nos hace cuestionar muchas cosas la evolución de los acontecimientos? Sí. Sin dudas. Quizás algunos puntos flojos recalan en la intuición para resolver todo de Laura, que se encuentra muy bien explicado al espectador, pero que para el universo del que forma parte genera varios interrogantes. Sobre todo en la actitud que decide tomar.
Pero podemos decir que la película de Martín Hodara genera posiciones muy fuertes y encontradas quizás. Son las consecuencias de la tragedia familiar entendida desde un estilo clásico, en el marco de la intimidad del infierno de pueblo puertas para adentro. Nuevamente, quizás con varios cuestionamientos desde este otro lado de la pantalla, pero la película está bien segura de sí misma. Y eso es lo que importa.