Secretos sepultados bajo capas pesadas.
Un “trámite” tras la muerte del patriarca familiar hace que la verdad afloje entre dos hermanos enfrentados.
“Es un trámite nada más”, le dice Marcos a su esposa Laura, compartiendo con ella las mieles del embarazo, literalmente en las nubes, en el avión que los trae de España al lejano sur del sur. El padre de Marcos acaba de morir y él viene a cumplir su último deseo: enterrar sus cenizas junto al cuerpo de Juan, el hijo menor, muerto de pequeño tras un confuso accidente familiar. Lo que Marcos suponía un trámite terminará siendo una completa inmersión en la historia de la familia y la memoria personal, que incluye aquello que todo este tiempo se resistió a ser recordado. Lo siniestro, en una palabra, tal como lo entendía Freud: como asociación entre lo que genera terror (lo clandestino, también, término de lo más pertinente aquí) y lo familiar. Primer estreno argentino importante del año, Nieve negra representa la ópera prima en solitario de Martín Hodara, quien tras formarse como asistente de dirección de Fabián Bielinsky en Nueve reinas y El aura había codirigido La señal (2007) junto a Ricardo Darín. El paisaje (bosques del sur aunque filmados en Andorra, nieve espesa, cabañas aisladas) recuerda al de El aura. El tono de denso drama familiar casi sin restos policiales, aunque con intriga, tal vez fuera hacia donde se dirigía Bielinsky, después del policial lúdico de Nueve reinas y el policial-con-héroe-enfermo de El aura.
“¡Soy tu hermano!”, se ve obligado a gritarle Marcos (Leonardo Sbaraglia) a Salvador (Ricardo Darín), en medio de la oscuridad, porque éste no lo reconoció y lo apunta con una escopeta. ¿O es porque sí lo reconoció? Después de treinta años, Marcos y Salvador vuelven a verse, por un conflicto con la venta del aserradero familiar: un grupo canadiense ofrece nueve millones de dólares, pero Salvador, que vive en la cabaña que siempre fue de la familia, no piensa irse. “Juan y yo no nos vamos de acá”, dice. Raro, porque fue él quien mató por accidente al hermano menor cuando eran chicos. Pero ya habrá ocasión de entenderlo. A todo esto, Sabrina, la única hermana mujer (Dolores Fonzi), está internada en un psiquiátrico. Y Laura, esposa de Marcos (la española Laia Costa), comienza a indagar en esa espesa historia familiar, convirtiéndose en los ojos y oídos del espectador.
La circularidad visual de Nieve negra, que empieza y termina con las mismas imágenes (un plano general del bosque tupido, luego unos perros lobos comiendo en la nieve) remite a la circularidad familiar, el modo en que los secretos quedan encerrados, cobrándose al final nuevas víctimas y usufructuadores del engaño. El guión de Nieve negra, escrito por Hodara junto a Leonel D’Agostino (trabajó en las series El elegido y Los siete locos), no descuida ningún detalle. Las apariencias engañan en Nieve negra. Y no por el mero, mecánico lugar común, sino porque la idea subyacente es que todos tienen algo que ocultar. El que parece civilizado podría resultar lo contrario y lo mismo respecto al que renegó de la civilización. El personaje más inocente tal vez sea, a la larga, el que termine de ponerle moño al paquete del engaño (posible reflejo a distancia de Nueve reinas, pero no sólo). El patriarca lamentado podría ser un tirano brutal. El buen hermano, un traidor. La madre, ausente: “ésta es la única foto en la que está”, le dice Marcos a su esposa, y le muestra una foto en la que no está.
Nieve negra es una película compacta, sin digresiones, pérdidas de tiempo o estiramientos. Todo concurre a la cuestión central, que se va develando en flashbacks técnicamente muy bien resueltos: en ocasiones se accede a ellos por corte directo, otras veces directamente en el mismo plano, a través de alguna panorámica que liga presente y pasado. En esta coproducción entre la Argentina y España, las actuaciones son parejamente buenas, con Ricardo Darín en un papel infrecuente (aspecto salvaje, pelo largo y desprolijo, el rostro hinchado). La fotografía, a cargo del catalán Arnau Valls Colomer, es tan oscura como piden el título y el tono de la película. “Yo me ocupo”, dice el socio del padre, papel a cargo de Federico Luppi, y una vez más la verdad va a quedar sepultada bajo capas más pesadas que la nieve.