Bajo la nieve no queda demasiado
La película de Martín Hodara se adentra en un misterio familiar que resuelve en un suspense lento sin demasiados sobresaltos.
A veces es tanto el cuidado por hacer de una película un producto de masividad comercial, seriedad pretendida y calidad exportable, que vale preguntarse por el lugar que ocupan las denominadas formas cinematográficas. ¿Éstas dependen de todo aquello?, ¿De qué manera puede ese vínculo trabar armonía sin ir en menoscabo recíproco?
Desde hace un tiempo hay un cine argentino con pretensiones de fórmula, las más de las veces predecible o varado en una corrección (formal o política, hay sinonimia) sin mayor esmero. Si la atención sobre una película como Nieve negra radica en las condiciones geográficas o climáticas donde fue rodada y sus anécdotas, difícilmente pueda mantenerse el interés. Para el caso, misma situación de locación engorrosa atravesó la reciente El invierno, de Emiliano Torres, y su resultado hizo de este aspecto un ingrediente más (lo que es), fundamental, desde luego, pero acorde con una puesta en escena que al espectador le hace sentir mucho más que un frío glacial. Por las dudas, la repercusión de El invierno fue también internacional, con premios en San Sebastián y Biarritz.
En otro sentido, Nieve negra está preocupada por responder a un guión previsor, que no permita fisuras. Ello deriva en diálogos marcados, impostaciones actorales, y una edición sin ambigüedad. Los primeros resuenan desde un verosímil que casi trastabilla, con frases calculadas que subrayan la composición actoral. Lo impostado, como consecuencia, no lo es merced a un problema de interpretación, sino por una marcación actoral de cálculo premeditado (vale referir la escena primera entre Luppi y Sbaraglia/Costa, desde un plano/contraplano que evita la coparticipación en tiempo real de los tres; tal vez por problemas de agenda de los intérpretes...).
La falta de ambigüedad referida puede explicarse desde el recurso del plano secuencia, que articula el tiempo real con sus flashbacks; éstos, a su vez, dosifican la información relativa al episodio del hermano muerto, treinta años atrás, durante una cacería. El plano secuencia aplicado en el film actualiza el trauma, al eliminar la necesidad del corte de montaje; es decir, al prescindir del corte, hace presente lo ocurrido tiempo atrás en el mismo movimiento de cámara. El procedimiento es hábil como recurso, si bien parece por momentos supeditado al mecanismo de ingenio con el cual se ha resuelto.
Si la puesta en escena hiciese suyo el secreto que devela, sería una película recelosa de lo que descubre, pero no.
Dada la relación simbionte entre lo que ocurrió y el presente ‑uno de los hermanos (Sbaraglia) pretende vender las tierras patagónicas donde vive el hermano "maldito" (Darín)‑, podría suponerse una distorsión de los hechos. Algo de esto hay, pero no alcanza niveles traumáticos. En tal caso, el único personaje que lo exterioriza es el de la hermana (Dolores Fonzi), encerrada en un psiquiátrico. Pero la película nunca se anima a adentrarse en un terreno fronterizo, sino que lo hace desde una sumatoria de elementos informativos, de cara a una deducción que guarda una vuelta de tuerca más.
Tamaña resolución tampoco sorprende, sino que juega con un afán falsamente cinéfilo, a partir del cual capta la supuesta pericia de un espectador habituado a un esquema narrador repetido, al que ya ha visto en demasiadas películas. De esta manera, la revelación de la muerte del hermano y la situación posterior, de guiño confidente al espectador, resultan meros mecanismos afanosamente calculados.
De esto se desprende que no puede haber una indagación perversa por parte de la película cuando no se nota una asunción moralmente estética. Si la puesta en escena hiciese suyo el secreto que devela, Nieve negra sería una película recelosa de lo que descubre, preocupada por sostener su misterio; pero nada de esto hay sino, antes bien, una invitación al espectador a dejarse "sorprender" junto a los nombres de artistas conocidos. A propósito, el papel de Laia Costa es el de una esposa tan preocupada por peinar su pelo detrás de la oreja como por corporizar, de manera obvia, el secreto que la casa familiar guarda. La música le acompaña de manera rotunda cuando está cerca de alguna resolución.
Y por otra parte, que Dolores Fonzi ‑con todo el nombre internacional que tenga‑ participe por cinco minutos no la vuelve justificativo similar al minutaje de Marlon Brando en Superman. Pero, se entiende, la propuesta de Nieve negra es ésa, lo que muestra. Bajo su nieve, hecha la alerta, no hay nada.