El cine argentino está atravesado por la actualidad. Uno de sus puntos sensibles es el justo y necesario reclamo contra los femicidios, la violencia de género y en favor de la promulgación de la ley que permita finalmente la interrupción voluntaria del embarazo. Estas manifestaciones se hacen carne en una cantidad importante de películas cuya aparición obedecen a una emergencia social y al planteo de cambios en torno a paradigmas dominantes. Sin embargo, si solo nos atuviéramos a las consideraciones éticas en la valoración cinematográfica, arrojaríamos un manto de silencio y a otra cosa. Pero el cine, como cualquier arte, excede la inmediatez y añade otros componentes. Confundir una causa justa que pertenece al orden de lo real con su tratamiento en una película es, al menos, discutible. Tal es así que el presente nos brinda la posibilidad de encontrar numerosos exponentes en la pantalla que giran en torno a cuestiones decisivas como la maternidad, al replanteo de la noción de familia y de identidad. Nada más saludable que ello, a pesar de que no todas las películas sean especialmente relevantes en términos estéticos o puedan crear cierta ambigüedad en sus planteos o regodeos en torno a la primera persona. Niña mamá, el reciente documental de Andrea Testa, es significativo en muchos aspectos. Uno de los principales es su desnudez, su transparencia. Para ello, hay un principio formal que regula el acercamiento a cada una de las historias de las chicas que acuden al hospital público y consiste en visibilizar sus cuerpos y sus rostros, no perder de vista los gestos, las miradas y fundamentalmente escucharlas. En un perfecto blanco y negro, cada plano respira con la distancia necesaria de una cámara que siempre respeta el espacio de intimidad (aunque inevitablemente lo transgreda) entre las asistentes y las jóvenes. El discurso institucional de contención (que reivindica a las políticas públicas ante la demonización frecuente hacia sus empleadas) está fuera de campo visual porque, en definitiva, forma parte de la órbita de lo profesional/humano. En cambio, cada historia contiene el marco que amerita: el habla frente a la cámara o el dolor acompañado con la prudencia que se merece.
Otro matiz destacable es que las historias permiten dar cuenta de la vulnerabilidad de sectores sociales que parecen olvidados en la representación que el cine argentino suele hacer de estos temas, o, en ocasiones, al modo. Aun en películas que son muy ricas en sus formas, se advierte un movimiento embudo hacia cuestiones que solo pueden plantearse mujeres y hombres de un estrato social estable y que recaen en cierto individualismo urbano existencialista, más allá de la naturaleza legítima de los planteos. La diferencia que advierto con el documental de Testa es que desde su título mismo hay una voluntad por destacar un colectivo con problemas similares, en entornos donde se les hace creer a las chicas que un hijo es una bendición porque sí, que está mal abortar, que hay bancarse las consecuencias, o que está bien que sean abandonadas por sus parejas para afrontar el embarazo porque ellos no tienen la culpa. Los relatos pueden diferir, pero el discurso subyacente es el de la desidia y el de la carencia de una ley que les permita decidir a las mujeres qué hacer con su cuerpo más allá de los principios religiosos que cada cual tenga. La violencia recorre las historias y abarca aristas que van desde lo familiar hasta las instituciones, incluidos los retos de los obstetras como si fueran curas.
Este gesto discursivo, el de escuchar y hacer visibles las experiencias de chicas que no superan los dieciséis años y que provienen de lugares periféricos, no es menor. Del mismo modo que una de las asistentes sociales le recalca a una adolescente que el espacio de conversación que comparten es sagrado y que le pertenece más allá de las demandas de los otros, el repliegue de la cámara de Testa hacia los círculos de intimidad en las habitaciones cumple con ese deseo. El plano final permite espiar a través de una puerta el cuerpo sentado de una niña mamá que espera. Es una imagen individual, pero su resonancia es colectiva y no hace más que interpelarnos como sociedad.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant